El ser humano, tras desarrollarse mediante la información contenida en los genes, se abre a dimensiones infinitas.
Yo puedo comprender muchas cosas. Comprendo que una persona, por haber carecido de posibilidades, no tenga idea de lo admirable que es la vida. Comprendo que una persona no haya podido cultivar su sensibilidad y no distinga la más bella música de un simple ruido. Lo que no puedo comprender es que personas que han tenido el privilegio de cursar estudios, incluso superiores, sean incapaces de advertir que la vida humana, desde que se inicia, nos maravilla por su complejidad, su potencia creadora, su capacidad de configurar en poco tiempo un organismo que cientos de generaciones bien dotadas todavía no han logrado descifrar totalmente.
Si me dicen que son capaces de ello, entonces no acierto a comprender cómo se atreven a enfrentarse al poder maravilloso que dirige ese proceso que va organizando la vida de alguien que va a moverse, hablar, sentir, querer, hacer felices a otros, abrigar anhelos sin límite... Conocemos arquitectos que diseñan edificios admirables, y constructores que, piedra a piedra, los van alzando ante nosotros. ¿Alguien me puede revelar la existencia de un edificio que se haya edificado a sí mismo, creando desde un núcleo inicial los materiales necesarios para cada una de las partes y ordenándolos de forma armónica y eficiente? No lo hay; es pura ciencia-ficción. Pues el más humilde ser humano supera con mucho dicha ficción. El ser humano, tras desarrollarse mediante la información contenida en los genes, se abre a dimensiones infinitas. Pensémoslo durante unos minutos y nos espantará ver que seres humanos, vecinos nuestros, se arrogan el derecho de quebrar de raíz el «milagro de la vida humana» con fines suciamente lucrativos o miserablemente electorales.
Yo puedo comprender muchas cosas. Pero esto, no. Durante siglos, la Humanidad se esforzó por lograr una actitud de respeto incondicional a la vida humana. Y lo consiguió en buena medida. Pero ahora, la barbarie del aborto nos devuelve a las épocas menos desarrolladas en cuanto a moralidad o, sencillamente, a sentido humanitario. La nueva ley que nos amenaza con permitir el aborto libre —sin más motivación que el capricho individual— va a causar un bochorno insoportable a quienes no hayan perdido del todo la capacidad de pensar y de sentir. Se sentirán a disgusto en una sociedad tan degradada. Como miembros de la misma, se verán descalificados como personas si no lo delatan a gritos. Y se considerarán envilecidos, exiliados del ámbito de la cultura. No de la civilización, pero sí de la cultura.
Los responsables de tal ley pueden estar seguros de que, en este momento, las palabras más duras del diccionario afluyen, de por sí, a los puntos de mi pluma. Sólo les voy a decir la más contundente, a mi entender: «¡Son ustedes radicalmente injustos!». Tergiversan el orden de las cosas, alteran la escala de valores, aplican el poder que les han dado a vulnerar —sin más razón que su interés— el derecho a nacer de multitud de futuros españoles y a herir la sensibilidad de millones de compatriotas. Pero han de saber que todo ataque a la realidad no queda impune, pues la realidad acaba vengándose. Lo malo es que esta venganza nos afectará a todos. Es la tragedia de la política cuando se corrompe y se reduce a moneda ideológica falsa.
Alfonso López Quintás
Miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas
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