Nunca he sido mitómano. No me gustó hacerme
fotos con famosos, ni tuve posters de los cantantes de moda en el cuarto… Pero
tengo una pequeña debilidad: los escritores. Hace unos años se me brindó la
oportunidad de conocer a uno de mis favoritos: ¡Qué emoción! Salimos a cenar a
un sitio precioso y la velada se presentaba apasionante. Pero, cuando comenzó a
hablar (no me dejó decir ni una palabra), se me cayeron los palos del sombrajo.
Autorreferencial y vanidoso, criticó sin piedad a sus compañeros de oficio,
culpando a sospechosas conspiraciones el hecho de que otros fueran más
elogiados y promocionados que él. Habló solo de él y dudo que ni siquiera
preguntara mi nombre. Me parecía increíble que aquel hombre que escribía cosas
tan bonitas fuera ese engreído y atormentado personaje con el que estaba
sentado.
Aunque, amigos, la arrogancia no es propiedad
exclusiva de los famosos. Está repartida por toda la humanidad en dosis
diferentes. Se puede presumir de hacer las mejores croquetas, ser el mejor
conductor de la autopista o la mejor madre del mundo. La mirada arrogante es
esa que coloca a uno mismo tan en el centro, tan hinchado de sí, que te hace
ciego (o indiferente) a los otros. Es estar encantado de ti mimo, de tus
fortalezas, olvidando que tus pies son de barro.
Los hechos de los apóstoles nos cuentan otro
encuentro bien distinto: “Cuando iba a entrar Pedro, salió Cornelio a su encuentro y
se echó a sus pies a modo de homenaje, pero Pedro lo alzó, diciendo:
«Levántate, que soy un hombre como tú». Me imagino a Pedro,
agarrando del pecho a su admirador, diciéndole: “No me admires, soy como tú,
del mismo barro. Caminemos juntos”. Y es que saber que no somos los mejores
implica que seguimos en la tarea de mejorar, y ese es un camino apasionante en
el que no hay que tener mucha prisa. Sería necesario pasar (como los coches
viejos) una vez al año por la ITV de la humildad porque, sin ser del todo
conscientes, nos vamos envalentonando y, cuando te vienes a dar cuenta, vas
echando humos tóxicos de arrogancia allí por donde pasas.
Humildad es agradecer las capacidades y
fortalezas que tenemos, pero también reconocer las asignaturas pendientes y los
defectos que nos hacen hombres y mujeres en búsqueda, en camino, necesitados de
Dios y de su misericordia. Da gusto rodearse de gente humilde. En ellos es
fácil reconocer a una humanidad en salida hacia el “encuentro verdadero”.
Hoy mi oración quiere ser como la de aquel
publicano que frente al arrogante fariseo no se atreve a mirar al Cielo. Hazme
capaz de quererme y reconocer mis talentos, pero sin olvidar que son regalo y
don para los demás. Que sepa encontrar el equilibrio entre la sana autoestima y
el reconocimiento sincero de las cualidades de los demás. Así, podremos cantar
juntos, una de mis canciones favoritas: “todos vamos en el mismo barco, todos
somos del mismo barro…”
Ramón Bogas Crespo