“Al final de los días estará firme el monte de la casa del Señor, en la cima de los montes encumbrado sobre las montañas”. Isaías (2, 2-5)
Con frecuencia el término apocalíptico es empleado como sinónimo de espantoso cuando suceden situaciones adversas o catastróficas, por asimilación a la gran tribulación que predice el Apocalipsis para antes de la Parusía o segunda venida de Cristo. Es cierto que ya Cristo, en su primera venida, anunció señales precursoras, «Se levantarán pueblos contra pueblos, habrá hambre, guerra, dolor y persecuciones, surgirán falsos profetas y falsos mesías que harán prodigios para engañar, el sol se oscurecerá, la luna no alumbrará y las estrellas caerán del cielo», pero el último libro de la Biblia no predice solo desgracias sin tregua, si se lee hasta el final resulta ser un libro de esperanza y consuelo para los que aman a Dios.
El Apocalipsis, que significa revelación, comienza así: «Revelación de Jesucristo, que Dios le ha dado para mostrar a sus siervos lo que va a suceder pronto. Dios la ha dado a conocer por medio de un ángel a su siervo Juan, el cual atestigua, como palabra de Dios y testimonio de Jesucristo, todo lo que ha visto». Aunque el nombre se le relaciona con algo secreto, oculto o misterioso, es todo lo contrario pues desvela lo que ocurrirá al final de los tiempos. Un final, la Parusía, no para dentro de millones de años, sino que va a suceder pronto.
¿Y qué escribe Juan de lo que ha visto u oído por revelación divina? Pues escribe todo lo que descubre en las Visiones que le muestra el ángel, como la Corte celestial, los Siete Sellos, la muchedumbre de los Elegidos, las Siete Trompetas, la Virgen y el Dragón, los Siete Ángeles con las Siete Plagas, la caída de Babilonia, el Juicio Final y la Jerusalén celeste. El Apocalipsis es una profecía que sirve para dar ánimo y, aunque describe cosas tremendas, evoca la gloriosa manifestación de Dios y de su Hijo Jesucristo al término de la historia humana.
A esa gloriosa manifestación final se refiere el apologeta Juan en sus últimas Visiones.
Así, en la Visión del Juicio Final, escribe: «Vi un gran Trono blanco y al que estaba sentado sobre él. A su vista el cielo y la tierra huyeron, sin que se les encontrase en ningún lugar. Vi los muertos grandes y pequeños de pie delante del Trono, y los libros se abrieron, y se abrió también otro libro, el libro de la Vida. Y los muertos fueron juzgados por lo que estaba en los libros, según sus obras… El que no fue encontrado en el libro de la Vida fue arrojado al estanque de fuego». Del testimonio de Juan se desprende que, después del Juicio Final, solo permanecerá Dios y los que le hayan seguido con sus obras.
Y cuando hayan pasado el Juicio Universal, las persecuciones, las luchas y las catástrofes descritas en anteriores Visiones, vendrá lo nuevo, la ciudad santa que describe el vidente. Esta es la Visión de la Jerusalén celeste:
«Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el cielo y la tierra de antes pasarán, y el mar ya no está. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo del lado de Dios preparada como una Novia. Y oí una voz desde el Trono que decía. “Esta es la morada de Dios con los hombres, y habitará con ellos, y ellos serán su pueblo y Él será su Dios. Enjugará las lágrimas de sus ojos y no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni pena, porque el primer mundo ha desaparecido”. Y el que estaba sentado en el Trono dijo: “Yo lo hago nuevo todo”. Y añadió: “Escribe, pues estas palabras son fieles y veraces”. Y me dijo: “Yo soy el alfa y el omega, el principio y el fin. Al sediento le daré gratis de la fuente del agua de la vida. El vencedor poseerá todo esto; yo seré su Dios y él será mi hijo. Pero los cobardes, los incrédulos, los homicidas, los lujuriosos, los idolatras y los mentirosos tendrán su herencia en el estanque ardiente de fuego y azufre, y es la muerte segunda”».
Sigue la Visión describiendo las dimensiones, los muros, las puertas y la plaza de la ciudad santa, con los nombres escritos de las doce tribus de Israel y de los doce apóstoles. Y añade. «No vi en ella templo alguno, pues su Templo es el Señor Dios Todopoderoso y el Cordero. La ciudad no necesita sol ni luna que la iluminen pues la gloria de Dios la ilumina, y la lámpara es el Cordero. A su luz caminarán las naciones y los reyes de la tierra llevando a ella su gloria. Sus puertas no se cerrarán nunca, pues noche no habrá. En ella no entrará nada impuro, ni quien comete abominación o mentira, sino únicamente los que están escritos en el libro de la Vida del Cordero».
El vidente continúa «Ya no habrá maldición alguna. El Trono de Dios y del Cordero estará en la Ciudad y sus siervos adorarán a Dios y verán su cara y llevarán su nombre en la frente. No habrá noche, ni luz del sol porque el Señor Dios los iluminará y reinarán por los siglos de los siglos».
La Jerusalén celeste es descrita como la Ciudad de la Luz y de la Vida, donde los elegidos verán el rostro de Dios: verán su cara.
¿Cuándo ocurrirá todo esto? «El que afirma estas cosas, dice “Sí, yo voy a llegar pronto”. Amén, ¡Ven Señor Jesús!». La Parusía será pronto, pero hay que tener en cuenta que el cómputo divino en relación con el tiempo, es muy distinto al humano como explica San Pedro en su Segunda Carta: «Hermanos, no debéis olvidar que un día es ante Dios como mil años, y mil años como un día». (2 Pe 3,8-10)