Ocho siglos antes de la primera Nochebuena de la historia, el profeta
Isaías ejerció sus actividades en el reino de Judá durante el periodo asirio.
Isaías es uno de los cuatro profetas mayores, junto a Jeremías, Ezequiel y
Daniel. El profeta es un hombre elegido por Dios para proclamar su palabra, o
dicho de otra forma un intérprete entre Dios y los hombres.
Pues bien, Isaías, en aquel tiempo ya vaticinó el nacimiento de Emmanuel. “Mirad, la virgen encinta da a luz un Hijo a quien llamará Emmanuel”, que significa Dios con nosotros, o sea, Dios se hace hombre. Hoy celebramos lo que profetizó Isaías hace veintinueve siglos. En Belén de Judá nació Cristo, el Señor de la historia, Dios encarnado que, por su condición mesiánica, brindó a la humanidad su liberación del pecado.
Cristo nació humilde en el gran mundo del Imperio Romano en una aldea insignificante. Su infancia y su juventud las pasó en familia; al llegar a la edad madura se emancipó, llevó una vida ejemplar con unos amigos que se buscó. En su corta existencia nos legó una doctrina excepcional y extraordinaria que anuncia un Dios amistoso y cercano; doctrina que se ha extendido por los cuatro puntos cardinales del planeta transmitida por los cuatro Evangelios.
Los creyentes, que se cuentan por millones, hemos puesto en Él la esperanza de una vida futura, una vida que Él, en su divinidad, nos prometió para más allá de la muerte. Murió trágicamente acusado por muchos que habían convivido con Él, y sus discípulos dieron fe de su resurrección, en la que creemos porque con ello nos abrió las puertas de la vida eterna. Todo empezó tal día como hoy.