jueves, 6 de septiembre de 2012

EUGENIO

En la orilla norte del altiplano granadino, la que linda con la Sierra de Cazorla, son casi las siete de la mañana de un día de primeros de agosto, cuando unos rayos del sol anuncian un nuevo día.  En un instante el campo se tiñe de un rojo mañanero que en pocos minutos se va tornando en amarillento caluroso y es cuando la atmósfera empieza a perder el frescor de la noche.

Para el caminante que echa a andar a esa hora, cada mañana es diferente aunque se repitan la paz de los campos, el saludo a otros caminantes y las avemarías del rosario. El amanecer regenera el espíritu del que madruga. 
 
Eugenio ve siempre la salida del sol, y sabe que a medida que pasan los días el sol sale cada vez más tarde siguiendo el curso natural que impuso el Creador. ¡Ah, Eugenio es un pastor!

En uno de los recorridos matutinos, el caminante lo encontró al borde del camino del Cementerio vigilando al rebaño que pastaba en el rastrojo, con su parsimonia habitual. Se apoyaba en su cayado a modo de asiento en posición estática, con una quietud paciente, contagiado tal vez por la pacienzuda compañía de las ovejas. Los perros guardianes mantenían la disciplina del rebaño que rebuscaba la hierba comestible del prado sin ninguna otra preocupación notable. Estaba abrigado pues la mañana amanecía fresquita.
 
¡Buenos días nos dé Dios!, saludó el caminante. ¡A la paz de Dios!, respondió Eugenio, el pastor. Tras un corto diálogo de tanteo el buen hombre se dejó preguntar, y contó que en el verano sale con el rebaño a las nueve de la noche y se recoge sobre las nueve de la mañana para evitar el sol y el calor. Pasa las noches al raso, como recuerda el pasaje evangélico de los pastores de Belén, y solo duerme un rato cuando las ovejas se echan para dormir a eso de las cuatro o cinco de la mañana sin que nadie les diga nada. Eso explica la prenda de abrigo que llevaba para pasar la fría noche. Como despertador se sirve de una cuerda que se ata a un pie que, a su vez, está atada a la oveja mansa, y cuando ésta se despierta tira de la cuerda y “avisa” a Eugenio. Así fue el primer encuentro.  
Otra mañana, de cielo azul claro y limpio, al oír el tintineo de las campanillas de las ovejas y cabras, el andariego orientó sus pasos en esa dirección y encontró a Eugenio y su manada en una ladera a la vera del Cortijo Blanco, hecho con paredes de mampostería en color ocre, en su postura habitual “sentado en el bastón”. Uno de los perrillos rondaba inquieto cerca de Eugenio como esperando sus órdenes. Esta vez el señuelo de la edad dio pié para iniciar la charla. El hombre tiene 75 años y toda su vida ha tenido ese oficio, y no piensa en la jubilación. Vive del fruto del rebaño, sobre todo de la venta de las crías; no así de la lana que no se cotiza; tiene algo más de 400 ovejas aunque deja en la majada las que están “criando”. Aunque el pasto no es gratis, pues tiene que pagar algo a los dueños del terreno, el negocio se defiende. 

El tercer encuentro, más tarde de lo usual, llegó cuando el rebaño se alejaba de los prados próximos al Cortijo del Rey siguiendo el Camino Real, -nombres que los lugareños ignoran de donde vienen-, atravesando la carretera por el paso obligatorio en dirección al Pozo Viejo para saciar la sed con el agua que mana abundante. Las ovejas avivaron el paso al notar el aire húmedo por la cercanía del chorro líquido y en tropel se lanzaron al abrevadero. Tras un buen rato de paciente espera, a una voz de Eugenio el perrillo puso en movimiento al rebaño ya camino del redil para pasar a la sombra el resto del día.  Mientras otra perrita, liberada temporalmente de su función de pastoreo, jugueteaba con otra, Eugenio contó que en invierno sale entre las diez de la mañana y se recoge a las cinco de la tarde.
 
Las ovejas son parte de su vida, las conoce una a una; se siente a gusto en la soledad de estos prados de Dios bajo el cielo estrellado de la noche. Miró las cuentas del rosario del caminante, dijo que se le había olvidado rezar lo que aprendió de su maestro de escuela y avivó el paso.