domingo, 5 de mayo de 2019

ADIOS A LAS TORRIJAS

Acabó la Semana Santa, con sus días de sol y lluvia según los sitios, y hubo que decir adiós a las torrijas. No hay pastelería que en ese tiempo santo se prive de dar gusto al paladar de sus clientes, ofreciéndoles unas exquisitas torrijas. La penitencia del momento no está reñida con una gula, venial en este caso, si se me permite la osadía, y no hay cristiano capaz de vencer la tentación y despreciar un buen bocado de ese apetitoso maná caído del cielo. Así pues, ¡vayan con Dios las torrijas!
 
Mientras decimos ese dulce adiós, o hasta el año que viene,  paso a paso transcurre el aleluya de la Resurrección que sucedió un domingo. No hay momento ni rezo que desde “ese tercer día” no se cante el “aleluya”, un rito, un término que traducido del hebreo significa ¡Alabad a Yhavé! ¡Alabad a Dios! Es una expresión de alegría por saber que Cristo ha resucitado. Y si Cristo ha resucitado y la tumba está vacía y muchos lo vieron, se ha consumado la Redención y hay que alegrarse.


Quien primero vio la tumba vacía fue María Magdalena. Subió al monte, se encontró con el sepulcro abierto y a un ángel que le advirtió que el Rabí había resucitado. Bajó a contárselo los demás y cuando volvió el ángel no estaba. Sin saber que hacer vio a un hombre al que preguntó abrumada si sabía algo del cuerpo sepultado. El desconocido dijo “¡María!” y entonces reconoció a Cristo.

Mas o menos el mismo día caminaban dos hombres hacia Emaús, a once kilómetros de Jerusalén y se les acercó un desconocido que andando a su paso se interesó por su conversación. Hablaban de lo sucedido en Jerusalén; le dijeron que a “uno de Nazaret al que tenían por un gran profeta había muerto crucificado, y ellos estaban creídos que liberaría a Israel, pero llevaba tres días enterrado y solo sabían por algunas mujeres que el cuerpo no estaba en el sepulcro y que un ángel les dijo que vivía”. El desconocido entonces les explicó lo que estaba escrito en las Escrituras sobre ese crucificado desde Moisés a los profetas. Cerca del pueblo los hombres lo invitaron a quedarse a cenar porque se hacía de noche. Fue durante la cena cuando el desconocido bendijo el pan, lo partió y se lo dio, y ese gesto bastó para que reconocieran que era Cristo, pero al instante desapareció. Los hombres azarados salieron de nuevo para Jerusalén para contar su encuentro. Su decepción inicial se tornó en esperanza renacida del Mesías liberador que esperaban.
 
Ni María Magdalena que lo confundió con un labriego, ni los caminantes de Emaús lo reconocieron a primera vista; tampoco Pedro, Tomás, Natanael o los Zebedeos que lo vieron en la orilla del Tiberiades mientras pescaban, advirtieron que era Él al principio. María Magdalena tubo que oír su nombre para reconocerlo; los de Emaús lo conocieron por el gesto de partir el pan; de los que pescaban solo Juan se atrevió a decirle a Pedro “Es el Señor”, tal era su desconcierto que no atinaban a creer en que había resucitado.

Jesús se hace presente con la luz de la mañana, está en tierra firme invitándonos a continuar su misión. Para identificarse con Él, igual que a Pedro, nos pregunta: “Hombre, mujer, ¿me amas?”.


José Giménez Soria