Acabó la Semana Santa, con
sus días de sol y lluvia según los sitios, y hubo que decir adiós a las
torrijas. No hay pastelería que en ese tiempo santo se prive de dar gusto al
paladar de sus clientes, ofreciéndoles unas exquisitas torrijas. La penitencia del
momento no está reñida con una gula, venial en este caso, si se me permite la osadía,
y no hay cristiano capaz de vencer la tentación y despreciar un buen bocado de
ese apetitoso maná caído del cielo. Así pues, ¡vayan con Dios las torrijas!
Mientras decimos ese dulce adiós,
o hasta el año que viene, paso a paso transcurre
el aleluya de la Resurrección que sucedió un domingo. No hay momento ni rezo que
desde “ese tercer día” no se cante el “aleluya”, un rito, un término que traducido
del hebreo significa ¡Alabad a Yhavé! ¡Alabad a Dios! Es una expresión de
alegría por saber que Cristo ha resucitado. Y si Cristo ha resucitado y la
tumba está vacía y muchos lo vieron, se ha consumado la Redención y hay que
alegrarse.
Quien primero vio la tumba
vacía fue María Magdalena. Subió al monte, se encontró con el sepulcro abierto
y a un ángel que le advirtió que el Rabí había resucitado. Bajó a contárselo los
demás y cuando volvió el ángel no estaba. Sin saber que hacer vio a un hombre al
que preguntó abrumada si sabía algo del cuerpo sepultado. El desconocido dijo
“¡María!” y entonces reconoció a Cristo.
Mas o menos el mismo día caminaban
dos hombres hacia Emaús, a once kilómetros de Jerusalén y se les acercó un
desconocido que andando a su paso se interesó por su conversación. Hablaban de
lo sucedido en Jerusalén; le dijeron que a “uno de Nazaret al que tenían por un
gran profeta había muerto crucificado, y ellos estaban creídos que liberaría a
Israel, pero llevaba tres días enterrado y solo sabían por algunas mujeres que
el cuerpo no estaba en el sepulcro y que un ángel les dijo que vivía”. El
desconocido entonces les explicó lo que estaba escrito en las Escrituras sobre
ese crucificado desde Moisés a los profetas. Cerca
del pueblo los hombres lo invitaron a quedarse a cenar porque se hacía de
noche. Fue durante la cena cuando el desconocido bendijo el pan, lo partió y se
lo dio, y ese gesto bastó para que reconocieran que era Cristo, pero al
instante desapareció. Los hombres azarados salieron de nuevo para Jerusalén
para contar su encuentro. Su decepción inicial se tornó en esperanza renacida del
Mesías liberador que esperaban.
Ni María Magdalena
que lo confundió con un labriego, ni los caminantes de Emaús lo reconocieron a
primera vista; tampoco Pedro, Tomás, Natanael o los Zebedeos que lo vieron en
la orilla del Tiberiades mientras pescaban, advirtieron que era Él al
principio. María Magdalena tubo que oír su nombre para reconocerlo; los de
Emaús lo conocieron por el gesto de partir el pan; de los que pescaban solo
Juan se atrevió a decirle a Pedro “Es el Señor”, tal era su desconcierto que no
atinaban a creer en que había resucitado.
Jesús se hace presente
con la luz de la mañana, está en tierra firme invitándonos a continuar su misión.
Para identificarse con Él, igual que a Pedro, nos pregunta: “Hombre, mujer, ¿me
amas?”.
José Giménez Soria
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