Ven Espíritu
Santo, envía tu luz desde el cielo
Encarnación.
En tiempos de Herodes el Grande el ángel Gabriel se apareció a Zacarías para
decirle que su mujer, Isabel, le daría un hijo al que pondría por nombre Juan que
“será grande a los ojos de Dios y estará lleno del Espíritu Santo ya en el
vientre materno”. Seis meses después el ángel Gabriel se presentó en Nazaret y
anunció a María que iba a ser madre de Jesús por obra y gracia del Espíritu
Santo. En ambos casos aparece el Espíritu Santo: En Juan como un don del que está
llamado a preceder a Jesús para convertir los corazones de los padres hacia los
hijos; en María, Jesús es concebido por la fuerza creadora del Espíritu Santo,
la fuerza del Altísimo, que al nacer alumbra una nueva era.
Bautismo. Juan
predicó mientras bautizaba en el Jordán: “Os
bautizo con agua, pero el que viene detrás de mí os bautizará con Espíritu
Santo”. En esto se presentó Jesús para que lo bautizara y apenas lo hizo
“se abrieron los cielos y el Espíritu Santo bajó como una paloma y se posó
sobre Él”, y una voz que decía “Este es
mi Hijo amado, en quien me complazco”. De este modo Jesús es ungido por el Espíritu
Santo para una misión universal y liberadora por designio divino.
La transfiguración. Jesús con Pedro, Juan y Santiago subió al monte a orar. Mientras oraba
el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos refulgían de blancos. Entonces se presentaron Moisés y Elías y hablaban con
Él. Los apóstoles vieron la gloria y a los dos que estaban con Jesús. Pedro se
puso a hablar, pero se formó una nube, símbolo inseparable de las
manifestaciones del Espíritu Santo, y se oyó una voz: “Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadle”. La voz del cielo apremia
a escuchar a Jesús.
Son momentos en que
el Espíritu Santo actúa como trasmisor de sabiduría e inteligencia, de consejo
y fortaleza, de ciencia y temor de Dios. Durante los años de vida pública Jesús
estuvo movido por el Espíritu para anunciar el Evangelio y así lo dijo: «El Espíritu de Dios está sobre mí. Me ha ungido para
dar la Buena Noticia a los pobres; para liberar a los cautivos; dar vista a los
ciegos; y proclamar el año de gracia del Señor». Así transcurrió hasta su
Pasión.
La Pascua. Poco
antes de celebrar su última Pascua, antes de la Pasión, Jesús anunció a sus
discípulos el envío del Espíritu Santo, el Paráclito: “Le pediré al Padre que os de el Espíritu de la verdad,… lo
reconoceréis y estará con vosotros”. El Espíritu Santo es revelado como la
tercera persona de la Santísima Trinidad junto a Dios Padre y el Hijo. Es la
que, en ausencia de Jesús, se manifestará a los discípulos y les guiará hasta
la verdad plena. (Jn.14,17 y 16,13)
La palabra griega Paráclito
se traduce por Consolador o Consejero o Defensor, esto es quien ayuda en
cualquier circunstancia y, en este caso, mantiene vivo e interpreta el mensaje
de Cristo.
Pentecostés.
Siete semanas después, cincuenta días desde la Resurrección, nueve días después
de la Ascensión, se cumplió el anuncio de Jesús. El Espíritu Santo vino a los discípulos.
Su venida, o efusión del Espíritu Santo, es la fiesta de Pentecostés, y ocurrió
que, “Estando todos reunidos se llenaron
del Espíritu Santo y empezaron a hablar lenguas extranjeras según el Espíritu
les concedía manifestarse, contando maravillas de Dios”. (Hechos 2,4-11). Recibieron
el don prometido por Dios.
Desde aquel momento
el Espíritu Santo empezó a ejercer su magisterio y los guió a comprender toda
la verdad de Jesús y les enseñó a entender sus palabras. La inspiración del
Espíritu Santo les ayudaría a divulgar mejor la doctrina divina.
Las verdades reveladas por Dios que
enseñan las Sagradas Escrituras fueron escritas por hombres inspirados por el
Espíritu Santo. Los libros del Antiguo y Nuevo Testamento ilustran con
fidelidad y sin error la verdad que Dios quiso transmitir para la salvación de
género humano. Así pues, "Toda la Escritura es inspirada por
Dios y es útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la
justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y esté preparado para
toda obra buena" (2 Tim
3,16-17
Los cristianos estamos
llamados a mantener una relación intensa con el Espíritu Santo. No pasa
desapercibido, nuestra fuerza proviene de Él y es la fuente de los frutos de
cada día. Habita entre nosotros, es nuestro valedor. Sostiene la fe y ayuda con
sus dones a proclamar lo que Jesús predicó; nos lo recuerda y, además, nos lo
hace comprender. También en la Plegaria Eucarística de la Misa el celebrante pide
al Padre que “santifique estos dones -el
pan y el vino- con la efusión del
Espíritu Santo” para que se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
Nada mejor que invocarle
con la oración dedicada a Él para que su luz y su fuerza nos sean propicias en
cada instante de nuestra vida: “Ven Espíritu Santo, envía tu luz desde el cielo. Padre amoroso del
pobre; don, en tus dones espléndido; luz que penetra las almas; fuente del
mayor consuelo. Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las
lágrimas y reconforta en los duelos.”