La Solemnidad
de la Inmaculada, la Purísima en lenguaje común, la bendita entre todas las
mujeres, nos lleva a la presencia viva de María, la mujer que halló gracia a
los ojos de Dios; la que en Ella Dios manifestó su victoria.
“El Señor ha
hecho maravillas”, canta el Salmo de la liturgia del día, el 97, no solo en
María, también la naturaleza tiene un lugar destacado en ese quehacer divino.
“Aclamad al Señor toda la tierra...”, las montañas y laderas, los campos y las
estepas, los mares y los ríos están gobernados por el Señor. Toda la naturaleza
se rige por sus leyes.
Entre mayo, junio
y parte de julio se recogen las cosechas de trigo o cebada sembrados meses antes.
Es cuando llega el momento de ver que el grano germinó, señal de que cayó en
tierra buena, y produce fruto generoso, espigas plenas de vida. Durante meses
la naturaleza ha cumplido un rito secular rubricado por la Providencia: Recibió
la semilla caída, “Salió un sembrador a sembrar...”-dice la parábola-, la
cobijó en sus entrañas, vino la lluvia, agua del cielo que roció el campo antes
surcado de un pardo mohíno, para luego tornarse en alfombra verdeante de primavera a la par que brotaron los primeros tallos,
hijuelos nacidos de la madre tierra. Con los primeros calores el verdor mutó a
un amarillo chillón y las espigas, dobladas por el peso del grano, anunciaban
su pleno florecimiento. El sol avisó de que ya estaban en sazón y de que
era llegada la hora para la siega.
En otros
tiempos los labradores segaban a mano sin otra herramienta que una hoz.
Cortaban los tallos erguidos a ras del suelo y los iban dejando a un lado para
que otros formaran las gavillas que llevaban a la era para la trilla. Era un
trabajo duro de hombres y mujeres trabajando codo con codo de sol a sol, con
breves descansos para beber agua o echar un bocado para reponer fuerzas. Una
faena mal pagada y poco agradecida a pesar de que nos aviaban el pan nuestro de
cada día.
Las gavillas se
esparcían en la era y el trillo de ruedas o de cuchillas de acero, tirado por
una mula, cortaba la paja y separaba el grano. Una vez desgranadas las espigas
se aventaban para completar la segregación del grano de la paja. El grano se
llevaba al granero y el balago se recogía para comida y cama de animales.
Hoy el campo
está mecanizado. Entre octubre y diciembre, según los sitios, tiene lugar la
sementera. Lo que antes hacía el labrador con un arado tirado por una bestia,
ahora una máquina abre los surcos donde deposita la semilla, mientras otra los
va cerrando hasta dejar toda la tierra sembrada. Empieza así un ciclo que dura
hasta mayo o junio, según que la zona sea más templada o más fría, en que llega
la hora de recoger la cosecha. El labrador, que aún conserva la hoz como útil
decorativo, sube a otra máquina y recorre todo el campo con idas y vueltas mientras
siega, separa el grano de la paja, lo vierte en un vehículo auxiliar, y deja el
residuo de las cañas y la paja segadas esparcidas sobre
la tierra. La faena ha tenido por testigo unos majestuosos pinos carrascos que con su alta copa dominan
el llano. El campo así queda en rastrojo, rodeado de olivos y almendros. Este
trasiego a máquina dura días, calurosos sí, pero sin los sudores de antaño. Después
otra máquina recoge todo el resto de cañas y paja tras la recolección y lo
empaca, dispuesto para la venta a particulares o a cooperativas para pienso de
animales. Año tras año el ciclo se repite.
Pero el campo
necesita descanso. La naturaleza necesita descansar de tiempo en tiempo para
recuperar los atributos naturales con que Dios la dotó en la Creación. Dios
había dicho: “Produzca la tierra vegetación: plantas con semilla de su especie
y árboles frutales que den sobre la tierra frutos que contengan la semilla de
su especie”. (Gen 1,11). Así fue y sigue
siendo.
Mucho más tarde Dios habló a Moisés en el Sinaí (Lev. 25,
1-7): “Di a los israelitas: Cuando hayáis entrado en la tierra que os voy a
dar, la tierra gozará de su descanso en honor al Señor. Durante seis años
sembrarás tu campo, podarás tu viña y vendimiarás sus frutos; pero el séptimo
año será de completo descanso para la tierra, un año en honor del Señor: no
sembrarás tu campo, no podarás tu viña, no segarás las mieses que hayan crecido
espontáneamente ni vendimiarás tus viñas no cultivadas: será un año de descanso
absoluto para la tierra. Lo que produzca la tierra durante su descanso os
servirá de comida a ti, a tu siervo y a tu sierva, a tu jornalero y al
extranjero residente, a los que viven contigo. Los productos de la tierra
servirán igualmente de comida a tus ganados y a las bestias”. Ese año de descanso se conoce como año
sabático.
Los labradores, de ahora y de siempre, dejan la tierra
descansar, arada pero sin sembrar para que se fertilice. En este estado la
tierra se mantiene en barbecho.