«El mundo no conoció a Dios por el camino de la sabiduría, sino por la predicación para salvar a los que creen. los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados —judíos o griegos—, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1Cor 1, 21-24).
Nosotros cargamos con la idea de Dios que Jesús vino a cambiar. Podemos hablar de un Dios espíritu puro, ser supremo, etc., pero ¿cómo podemos verlo en la aniquilación de su muerte en la cruz?
Dios es omnipotente, pero ¿qué tipo de omnipotencia es la suya? Frente a las criaturas humanas, Dios no puede imponerse. No puede hacer otra cosa que respetar la libre elección de los hombres. Y así el Padre revela su omnipotencia en su Hijo que se arrodilla ante los discípulos para lavarles los pies; en su Hijo que, reducido a la impotencia de la cruz, continúa amando y perdonando, sin condenar jamás.
La verdadera omnipotencia de Dios es la impotencia total del Calvario. ¡Qué lección para nosotros que siempre queremos destellar! ¡Qué lección para los poderosos de la tierra! Para aquellos que no piensan ni remotamente en servir, sino sólo en el poder por el poder; aquellos – dice Jesús – que “oprimen al pueblo” y “se hacen llamar bienhechores” (Mt.20,25; Lc.22,25).
El triunfo de Cristo en su resurrección ¿no anula esta visión, reafirmando la invencible omnipotencia de Dios? ¡Hubo, por supuesto, un triunfo en el caso de Cristo, y un triunfo definitivo! La resurrección ocurre en el misterio, sin testigos. Su muerte fue vista por una gran multitud y participaron las más altas autoridades religiosas y políticas. Una vez resucitado, Jesús se aparece sólo a unos pocos discípulos, fuera del foco de atención. Con esto quería decirnos que después de haber sufrido no debemos esperar un triunfo externo, visible, como la gloria terrenal. El triunfo se da en lo invisible y es de orden superior porque es eterno. Los mártires de ayer y de hoy son testigos de ello.
El Resucitado se manifiesta en sus apariciones de manera suficiente para dar un fundamento sólido a la fe, a quienes no se niegan a creer. No aparece entre ellos para demostrarles que están equivocados. Se comporta humildemente en la gloria de la resurrección como en la aniquilación del Calvario. La preocupación de Jesús está en tranquilizar a sus discípulos desmayados y, antes que ellos, a las mujeres que nunca habían dejado de creer en Él.
Acojamos la invitación que Jesús dirige al mundo desde lo alto de su cruz: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11, 28). Aquel que no tiene una piedra sobre la que apoyar su cabeza, que ha sido rechazado por los suyos y condenado a muerte, se dirige toda la humanidad, de todos los lugares y de todos los tiempos, y dice “¡Venid a mí todos y yo os aliviaré!”
¿Quién nos separará
del amor de Cristo?, ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el
hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada? […]. Pero en todo esto
vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de
que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni
potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos
del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor. (Rom 8, 35-39)