lunes, 19 de abril de 2010

LA IRA LAICISTA

(De Carlos Herrera publicado en un Dominical el 18 de abril de 2010)

Fantástico. Un organismo pomposamente autotitulado `Observatorio de la Laicidad´ proclamó hace unos días la inconveniencia de que en las procesiones de Semana Santa se interprete el himno nacional a la salida o entrada de las cofradías de sus templos y, asimismo, lo indebido de que en dichos desfiles procesionales participen miembros de las Fuerzas Armadas o de los Cuerpos de Seguridad del Estado. Ya sé que se ha escrito largamente de este asunto en los días que median entre el Domingo de Resurrección y hoy, pero no me resisto. Los argumentos de estos sandios son de peso: el himno es de todos y los funcionarios deben evitar participar en ejercicio religioso alguno. Esta nueva Inquisición que en forma de laicismo quieren instaurar algunos sujetos va a llevar a que ni siquiera los alcaldes presidan procesión alguna. Lo que invita a pensar que lo que de verdad quieren decir –pero no se atreven- es que deberían prohibirse nazarenos, penitentes, Vírgenes bajo Palio y Misterios con Cristo andando libremente por la calle.

Por partes. El himno es de todos, y en ello es fácil que nos pongamos de acuerdo; razón por la cual yo lo pongo en mi casa cuando me dé la gana, y si lo quiero interpretar cuando mi Cofradía sale a la abarrotada calle por miles de personas, lo hago. Y no tengo que pedirle permiso a ningún observatorio de tontos. Los policías y guardias civiles que escoltan pasos lo hacen por ser devotos de esas hermandades, de forma voluntaria y en sus horas libres. Sólo faltaría que tuvieran que pedirle permiso a los profesionales de la ira laicista. Los alcaldes que toman la vara representan a la ciudad en un cortejo al que asiste la suficiente ciudadanía como para que su presencia sea exigible. Menudo disgusto le darían a algunos alcaldes del PSOE si les prohibieran vestirse el chaqué en diversas cofradías. Más: el Observatorio de la Pataleta Laicista se queja amargamente de que se concedan indultos todos los años por mediación de alguna hermandad, siendo el más conocido el que promueve Jesús el Rico en Málaga. Pues que se lo pregunten al indultado, que suele ser siempre un preso con condena menor y que a buen seguro estará encantado de que los laicistas lo quieran de por vida en prisión.

Nadie está obligado a que le gusten los actos religiosos y procesionales de Semana Santa. Conozco a no pocos sevillanos, sin ir más lejos, que huyen despavoridos a la playa, pero no conozco a muchos que pretendan prohibir a los demás que durante una semana se viva una tradición en la que se mezcla –de forma particular y en proporciones personales– la fe, el amor por las costumbres, la admiración por obras artísticas de primer orden o, sencillamente, el gusto por la calle. Son los mismos que no objetan nada cuando el carnaval toma el barrio –sin que les tenga por qué gustar un disfraz– o que no se quejan por la algarabía del Día del Orgullo Gay. Puestos a objetar, no comprendo la tardanza de estos bobos en lamentar la cabalgata de los Reyes Magos o los nacimientos que los ayuntamientos colocan en Navidad a la puerta de sus edificios. Ni entiendo cómo aún no han exigido formalmente que las fiestas de Zaragoza no sean en honor de la Virgen del Pilar, ni las de Barcelona sean por la Mercè ni las de Pamplona por San Fermín. Seguro que los corredores que le cantan al santo en la cuesta de Santo Domingo estarán encantados cuando esta alegre muchachada les llame la atención.

Cada día se hace más cierto que en España no cabe un tonto más. Como surjan cuatro o cinco más, se caen al agua. Estos pavos que, presos de un ferviente odio anticatólico no tienen reparos en hacer el ridículo y en mostrar un curioso envés totalitario propio de los peores comisariados, deben de estar hondamente contrariados por el hecho de que millones de personas hayan salido a las calles esta Semana Santa a acompañar a sus imágenes o a contemplar la belleza de una cofradía de su preferencia. Comprendo que ello los lleve a no poder sujetar su tic intolerante y a proclamar bobadas con la boca llena. Qué le vamos a hacer.

martes, 13 de abril de 2010

LAS MUJERES DE JESÚS

(Artículo con la firma de Juan M. de Prada publicado en un Dominical el 11 de abril de 2010)

Todo el Evangelio está regado de pasajes en los que relumbra el trato delicado y enaltecedor que Jesús brinda a las mujeres; un trato que, sin duda, hubo de resultar incómodo a sus discípulos -como en varias ocasiones queda reflejado- y escandaloso a sus contemporáneos. Incomodidad y algo de bochorno sienten los discípulos, por ejemplo, en la unción de Betania, cuando Jesús permite que María, la hermana de Lázaro, le derrame sobre los pies una libra de perfume de nardo; un gesto confiado, de una naturalidad candorosa, que a los ojos severos de un puritano de la época -de cualquier época, en realidad- podía alimentar cuchicheos y maledicencias. Y escándalo debieron de sentir sus contemporáneos cuando Jesús impide que la mujer adúltera sea apedreada, como exigía la ley de Moisés. En ambos gestos descubrimos una corriente de complicidad que desafía las convenciones establecidas, un desafío jovial a los usos sociales, una suerte de alegre desdén hacia todas las cortapisas y escollos que se interponen en la generosa fluencia entre dos espíritus nobles. Porque lo que más atrae de Jesús en estos pasajes es su capacidad para descubrir nobleza en donde otros, entorpecidos por las legañas de los prejuicios, sólo descubren indecencia o pecado; una nobleza quizá aturullada, quizá arañada por debilidades y claudicaciones, pero nobleza a fin de cuentas, dispuesta a vindicarse y a recuperar su sitio.

El diálogo que Jesús mantiene con la samaritana en el pozo de Jacob llena de perplejidad a sus discípulos. Ahora ya no sólo les ofende que converse con una mujer a solas, actitud que debía de juzgarse indecorosa, sino que además esa mujer sea natural de Samaria, la región cuyos habitantes eran execrados por sus heterodoxias. En ese diálogo, Jesús no evita la ironía piadosa; y la emplea, además, en un punto en el que la samaritana estaría acostumbrada a recibir las reconvenciones más agrias y destempladas. «Llama a tu marido», le dice; a lo que la samaritana responde que no tiene marido. «Bien has dicho -asiente Jesús-; porque maridos has tenido cinco, y el que ahora tienes no lo es.» La samaritana debió entonces de abrir los ojos como platos. ¡Aquel extraño sabía que había sido mujer de cinco maridos y, en lugar de rehuirla como a una apestada, entablaba amistoso coloquio con ella! Aquí el Evangelio no hace comentario alguno; pero siempre que leo este pasaje imagino el natural desconcierto que a la samaritana debió de producirle la ''adivinación'' de Jesús; un desconcierto que tal vez terminase en sonrisa, al reparar en el rostro afable de Jesús. ¿De dónde salía aquel tipo que la aceptaba sabiendo lo que era, como si su pasado no le importara, como si ese pasado hubiese sido fulminantemente borrado por el agua que le prometía? La samaritana debió de notar entonces la acción misteriosa de la gracia, que golpea sin desmayo a nuestra puerta, sin importarle demasiado nuestras debilidades; o, importándole tanto, que a todas ellas las abraza, con calidez incombustible. E, inevitablemente, tuvo que sonreír: con pudor, con gratitud, con incalculable alegría.

Pero donde la simpatía franca que Jesús emplea con las mujeres desborda la medida de lo previsible y alcanza el colmo, para hacerse subversiva, es en la jornada de su resurrección. El testimonio prestado por mujeres carecía de valor en aquella época, tanto para la ley mosaica como para el derecho romano; y, sin embargo, Jesús quiere que sean mujeres quienes anuncien el acontecimiento más importante de su paso por la tierra, el acontecimiento que justifica la fe que ha venido a fundar. Fueron, en efecto, mujeres quienes acudieron al sepulcro vacío, cargadas de bálsamos ya inútiles; fueron mujeres las primeras que lo vieron resucitado: primero, su madre, de quien sin duda había aprendido a tratar a las mujeres con franqueza; después, la Magdalena y el grupito femenino que lo acompañaba desde Galilea. En esta elección hay, desde luego, una recompensa a la lealtad (ellas habían sido quienes permanecieron en el Gólgota, al pie de la cruz, mientras los discípulos tomaban las de Villadiego); pero hay también un corte de mangas a los prejuicios de la época. A Jesús no se le podía escapar que nadie iba a prestar crédito al testimonio de aquellas mujeres; y que, por ello mismo, el anuncio de su resurrección iba a resultar mucho más problemático, como algunos días más tarde él mismo tendría ocasión de comprobar, camino de Emaús. En ese magnífico, grandioso, exultante corte de mangas a los prejuicios de la época, Jesús restablece para siempre la nobleza de la mujer, como nadie nunca se había atrevido a hacerlo, como nadie nunca lo hará.