Mañana de un domingo cualquiera del tiempo
ordinario. Misa de las 9 horas en la iglesia habitual, céntrica, con un número
de hombres y de mujeres casi en paridad, cada domingo las mismas caras, todos
de edad madura. Ni un solo joven. Se guardan las formas y la distancia por el
Covid.
El celebrante es puntual. Aunque entrado en
años se le ve ágil y con buena voz. Lee una breve monición, saluda los fieles y
comienza la celebración. Le ayuda un acólito de movimientos pausados que lee
las lecturas del día con un tono plano, rutinario, impersonal y sin alma. Los
profetas y las cartas de san Pablo merecen más brío. El evangelio, pronunciado
por el celebrante, se escucha mejor y con más atención.
En la homilía el sacerdote argumenta la exposición
evangélica poniendo el acento en el amor a Dios y al prójimo. Lleva un papel
escrito que le sirve de guión, lo mira solo de reojo porque es buen orador. Se
extiende más de lo que precisan los parroquianos para asimilar su exposición.
Mediada la homilía avanza la mujer por el
pasillo central hasta uno de los bancos intermedios donde se sienta. Mira fijamente
al Altar, se santigua, se persigna y mueve los labios, señal de que reza una
plegaria. Se lleva la mano a los labios y hace el gesto de lanzarle tres besos
a la imagen de Cristo Crucificado que preside el Altar Mayor. Se santigua de
nuevo, se levanta y se marcha.
De edad tirando a sesentona, entra y sale de
prisa, viste normal, blusa y pantalón, pelo recogido y un bolso negro en
bandolera. Para rezar al crucifijo y lanzarle tres besos no necesita lujos. Siempre
la misma rutina, en no más de dos minutos.
La fe de esta mujer semeja la de aquella otra
que se acercó por detrás al Señor para tocarle el manto porque con eso sanaba
su dolencia. Quiso pasar inadvertida, pero la fuerza que salió de Jesús la
delató. “¡Tu fe te ha salvado!”, le dijo. A la de la mañana del domingo no se le
aprecia que viva una situación desesperada, se mueve confiada y con pie firme, su
ofrenda de besos le debe salir del alma, solo con un buen fin: declarar su amor
por Jesucristo.
La breve plegaria de la mujer concuerda con lo que dijo Jesús a sus discípulos cuando le pidieron que les enseñara a orar. Empezó diciéndoles que no usaran mucha palabrería, que lo hicieran sin ostentación y en privado, porque Dios conocía sus necesidades. Como ejemplo se limitó a enseñarles el Padrenuestro. Con esta oración primero confesamos que Dios está en el cielo, santificamos su nombre y le pedimos que alcancemos su Reino, según su voluntad. Después le rogamos que nos de pan para nuestro sustento material y espiritual, imploramos su misericordia para nuestras ofensas y para perdonar las del prójimo, solicitamos su gracia para no caer en las tentaciones y finalmente que nos libre de lo que se opone a Dios.
José Giménez Soria