miércoles, 23 de octubre de 2024

JOB

Job era un varón justo y temeroso de Dios, un ejemplo de generosidad y honradez, que contaba con la bendición divina. Vivía con su mujer y tenía siete hijos y tres hijas. Era muy rico, poseía ovejas, camellos, yuntas de bueyes, asnos y muchos servidores. Cuando sus hijos celebraban banquetes, invitaban a sus hermanas, y al terminar Job los purificaba por si habían pecado contra Dios.

Un día que Satanás, el adversario de Cielo, deambulaba por la tierra, Dios le preguntó: “¿Te has fijado en Job? Es un hombre que vive apartado del mal y persiste en su honradez”. Al oírlo Satanás tentó a Dios: “Hiérelo y verás cómo te maldice” y Dios contestó: “Tú haz lo que quieras, pero respétale la vida”.

Satanás continuó su camino, vio a Job y lo hirió con llagas malignas de pies a cabeza. Job se raspó, se sentó en el polvo y su mujer le dijo: “¿Persistes en tu honradez? Maldice a Dios y muérete”. Él contestó: “Si aceptamos de Dios los bienes, ¿no vamos a aceptar los males?”. Job desoyó a su mujer y no pecó.

Tres amigos de Job, Elifaz, Bildad y Sofar, al conocer sus desgracias, acudieron para consolarlo. Al verlo rompieron a llorar, se rasgaron los vestidos y sufrieron con él durante siete días. Al cabo Job habló: “¡Muera el día en que nací! Conviértase ese día en tinieblas. Me sucede lo que temía y carezco de paz y de sosiego”.

Lo oyeron sus amigos, e intervinieron. Primero Elifaz dijo: “Tú, que a tantos instruías, ¿ahora te espantas? ¿No confiabas en tu piedad? ¿No ponías la esperanza en tu honradez?”. “Yo, en tu caso, apelaría a Dios. Él hace prodigios misteriosos; dichoso es el mortal a quien Dios corrige y pone a los humildes en lo alto”.

Job respondió: “Llevo clavadas las flechas del Todopoderoso. Ojalá que Dios se decida triturarme. Me serviría de consuelo no haber renegado de sus palabras. ¿Qué fuerzas me quedan para esperar? Aclaradme en qué me he equivocado si pensáis que es viento lo que dice un desesperado”

Después intervino Bildad: “¿Hasta cuándo hablarás así? Si buscas a Dios, si diriges tu súplica al Todopoderoso, si eres intachable y recto, Él velará por ti y te devolverá tu legítima morada. Dios no rechaza al honrado, ni sostiene al malvado. Llenará tu boca de risas, y lanzarás gritos de alegría” 

Respondió Job: Sé que el mortal no es justo ante Dios. Él es sabio y poderoso y hace prodigios insondables: Desplaza montañas, estremece la tierra, manda al sol que no brille y guarda las estrellas. Pero siento asco de mi existencia y daré rienda suelta a mis quejas. Diré a Dios: “No me tengas por culpable; dime porqué disfrutas viéndome oprimido, mientras apruebas los planes del malvado. Aléjate de mí, deja que disfrute antes de que vaya al país tenebroso, con sombras de muertos, en la oscuridad”. 

Sofar le contestó: “Con tanta palabrería, ¿daremos la razón a un charlatán? Tú has dicho: “Mi doctrina es limpia, nada puedes reprochar”. Ojalá, Dios te hablase y te enseñase secretos de sabiduría; sabrías que Dios te ha castigado menos de lo que tu iniquidad merece. ¿Pretendes descubrir la perfección del Todopoderoso?  Si diriges tu mente a Dios, si le extiendes tus manos, y no alojas la injusticia, podrás alzar la frente, te sentirás seguro y sin temor, y olvidaras tu sufrimiento”.

Job no sabe que sus males vienen de Satanás y no de Dios que trata de probar su fidelidad. No apela a Dios; lo acusa de mala voluntad, y dice sentirse abandonado por Dios y por sus amigos: “Sabed que Dios me ha hecho daño y vosotros me habéis humillado”. Ahora Sofar se centra en la sabiduría divina y Elifaz le pide que vuelva al Todopoderoso para rehabilitarse.

Cuando Dios se hace presente no atiende las quejas de Job, le habla de las maravillas de la Creación y le pregunta: “¿Conoces las leyes del Cielo?”, “¿Tienes el poder de Dios?”. Job le responde: “Te conocía de oídas, pero ahora que te han visto mis ojos, me retracto y me arrepiento”. Quedó rehabilitado.

Dios bendijo a Job al final de sus días. Murió anciano tras una larga vida, rodeado de sus hijos, sus nietos y biznietos.

                                                                                                               José Giménez Soria

viernes, 4 de octubre de 2024

MIGUELA

           Conocí a Miguela un viernes por la noche en el centro de la ciudad. Estaba en la puerta de una iglesia y por espacio de unas dos horas su misión consistía en salir al encuentro de todos los que pasaban por allí para invitarlos a entrar a encontrarse con el Señor.

En el todos incluyo a chavales jóvenes de la edad de Miguela, algunos la miraban con burla o desprecio. A ella le daba igual, porque tenía algo demasiado grande que ofrecer a los viandantes como para, por miedo, pasar un mal momento.

Miguela hace de lo que muchos hablan, pero pocos practican: ir a las periferias. No para quedarse vagando por allí sino para que el alejado se acerque, que de eso va la evangelización. La gente que Miguela conseguía conquistar con su sonrisa -sonrisa de Dios- encendía una vela y andaba por el pasillo central de la iglesia hasta el altar, donde estaba expuesto el Santísimo. Algunos se arrodillaban, otros dejaban la vela y se quedaban un rato de pie, otros rompían a llorar. Miguela iba con ellos, a veces con la mano encima del hombro, o caminaba detrás por si necesitaban algo y siempre los acompañaba hasta la puerta con su eterna sonrisa.

El pasillo del templo se convirtió en un desfile de personajes que no habían pisado una iglesia en su vida, pero el Señor había salido a su encuentro valiéndose de Miguela y habían aceptado la invitación.

Lo preocupante es que Miguela sea una anomalía o desaparezca. Ella es el rostro de Cristo que sale a nuestro encuentro sabiendo que puede llevarse un bufido. Miguela en dos horas hace lo que nosotros estamos llamados a hacer toda nuestra vida: encontrarnos con el Señor y buscar a otros para que se encuentren con Él.

Nosotros nos resistimos a ser como Miguela, por vanidad, por respeto humano o porque simplemente no dejamos que Dios actúe en nosotros. Por eso en el mundo empieza a haber escasez de Miguelas. Todos en algún momento, necesitamos una Miguela en nuestra vida.

Jaume Vives. Periodista