Para los cristianos eso de los Derechos Humanos, siempre tan recurrente, se resume en una frase que nos dijo hace unos dos mil años Jesús de Nazaret antes de que lo colgaran de una cruz: “Amar a Dios, y al prójimo”. Los que seguimos su doctrina tenemos como símbolo a Él mismo crucificado, imagen que nos recuerda continuamente esas palabras, sencillas de entender para el hombre de fe, y complicadas para el que vive como si Dios no existiera. Si el mundo actuara siguiendo el significado de esa frase, no harían falta ni Declaraciones, ni Tribunales de Derechos Humanos, ni cosas por el estilo.
Jesús de Nazaret creó doctrina entre sus seguidores, -el cristianismo-, que la transmitieron hasta hoy, veinte siglos después, como garantía de los valores cívicos de la persona porque dispone amar al otro como a uno mismo, y la seguirán predicando mientras el mundo exista.
Todo lo dicho viene a cuento de la nueva sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que ha fallado a favor de mantener los crucifijos en las escuelas, en contra de lo que dictó en noviembre de 2009, porque, según dice ahora, la presencia de crucifijos en las escuelas públicas no viola el derecho a la educación ni la libertad de pensamiento y religión. ¡Para esta sesuda reflexión han tardado dieciséis meses como si el amor al prójimo, que es lo que representa el Crucifijo, necesitara mucha interpretación! De todos modos bienvenida sea la rectificación.
A la reciente sentencia han seguido declaraciones de diversos personajes: «Detrás del crucifijo se encuentra el reconocimiento de todos los derechos humanos», declaró el ministro de Justicia italiano, Algelino Alfano, quien añadió que «la cristiandad forma parte de la identidad de Europa». También el presidente del Pontificio Consejo para la Cultura del Vaticano, el cardenal Gianfranco Ravasi, ha declarado que «el crucifijo es uno de los grandes símbolos de Occidente» y ha recordado que «si Europa pierde la herencia cristiana pierde también ´su propio rostro´».
Mientras, aquí, en la España de Zapatero, alentados por la doctrina laicista al uso, hace días unos energúmenos profanaron una Capilla en la Universidad Complutense de Madrid, ante el silencio cómplice de las Autoridades Universitarias que lo consideraron una gamberrada. Y es que, por desgracia, la Universidad ha pasado de ser la docta institución donde aprendimos el conocimiento de las ciencias, las letras y las buenas maneras, a ser un nido infecto donde la vagancia y la chabacanería campan por doquier con la muy académica pasividad de sus rectores. Si éstos se ocuparan de enseñar a los alumnos las bases de nuestra civilización, plasmada en la Historia Sagrada, sin tener que asumir un compromiso de fe, otro gallo cantaría. Pero esto no es progresista.
Afortunadamente, en la misma España de Zapatero, el cristianismo, -que no es un hecho diferencial, ni una anécdota pasajera, ni un ideario político con fecha de caducidad-, aun mantiene bases sólidas de pervivencia entre los españoles, porque es una religión con una legitimidad propia que si desapareciera, desaparecería con él la civilización Occidental, y toda nuestra cultura.
Para frenar estos arrebatos laicistas, hay que empezar a poner remedio con urgencia a los males como la indiferencia religiosa y la devaluación de lo sagrado, debilidades extendidas también entre los creyentes, que son el caldo de cultivo que están propiciando una estrategia de ataque a los católicos hasta llegar a permutar el “Amor a Dios y al prójimo” por el “Aborrecer a Dios y a sus símbolos, y odiar al prójimo que los sigue”.