Hace días asistí al funeral de la madre de un amigo, y un momento tan triste para un hijo, se convirtió en una hermosa celebración y motivo de esperanza.
Conocí a esa madre hace más de seis años y solo la traté en un par de ocasiones. Nos unía la fe y la misma mirada sobre el mundo, un vínculo difícil de romper. Le tomé mucha estima y las palabras del sacerdote fueron ni más ni menos las que tenía que decir: la verdad sola, sin la nata que se añade en estas ocasiones.
El sacerdote no hizo un panegírico de la difunta, ni se olvidó de pedir oraciones por su alma, ni dejó de hablar del Evangelio. Pero tampoco calló cómo era la madre de mi amigo, un ejemplo de mujer, y para más inri una mujer cristiana. Esas mujeres se descubren a la legua. Cuando uno se cruza con una de ellas la admira, de ahí la importancia de honrar su memoria. En la época de mi bisabuela abundaban esas mujeres, pero en estos tiempos de feminismo rampante ya es mucho que no desaparezca la mujer por completo.
No quisiera aderezar lo que no necesita aderezo, solo ser lo más fiel posible a las palabras del sacerdote de cómo era esa mujer cristiana.
Era muy de iglesia, pero no una beata sin carácter. Cuando vivía de cerca una injusticia, defendía la verdad con determinación. Cuidó a los sacerdotes, como lo prueba que seis la despidieron en el funeral celebrado en Madrid. El cuidarlos no era solo ponerles plato en la mesa y ayudarlos en la parroquia, también era hacerles una corrección fraterna cuando tocaba. No callaba si se trataba de las cosas del Señor, le podía su amor a Él y a ellos, aunque conllevara situaciones incómodas. Los corazones transforman las personas dispuestas a defender verdades incómodas, y no las que dicen mentiras bonitas.
Era una mujer inteligente y culta que siempre quiso ocupar un lugar discreto. Podría haber saltado de parroquia en parroquia dando charlas sobre distintos temas, pero le bastó con ayudar en la catequesis y mantener impolutos los ornamentos litúrgicos de la suya, otra de sus grandes preocupaciones: tratar al Señor con la dignidad que merece. La intensidad y fidelidad con que vivió su relación con el Señor fue el mejor testimonio para su familia que se fue impregnando de sus virtudes cristianas.
Cuando el sacerdote habló de ella me vino a la cabeza mi bisabuela y me alegré de ver que todavía quedan mujeres como ellas. La fe se transmite con la leche materna y, si no hay mujeres fuertes y con vocación como las que en 1936 alentaron a sus hijos a dar la vida en defensa de Dios y la Religión, la fe de una familia se apaga. El matriarcado ha propagado la fe generación tras generación, y si ahora intentan asemejarse al varón, ponen en peligro esta transmisión milenaria.
Acompañemos, protejamos y hagamos que salgan a la luz las mujeres cristianas, y recemos por la madre de mi amigo, para que el Señor la tenga en su gloria y asista a las que permanecen todavía en este valle de lágrimas.