El día
de San Juan fue bautizado bajo el manto protector de la Santísima Virgen del
Saliente. Al terminar la ceremonia padres y padrinos subieron al camarín y
presentaron al pequeño Pedro Jesús a la
Madre de Dios. En la Eucaristía previa Isaías había profetizado: “Estaba yo en el vientre, y el Señor me
llamó”. Fue una premonición a la gracia del Señor que recibió en el
bautismo.
El bautismo
nos permite ser hijos de Dios. Al ser bautizados pasamos de ser criaturas de
Dios a hijos suyos. Cruzamos el umbral de la Iglesia para formar parte de sus
miembros y ser herederos de la Vida Eterna. El bautismo es la puerta para poder
recibir los demás sacramentos.
Los
signos del bautismo son la vestidura blanca, la señal de la cruz, el agua, el
santo crisma y el cirio. El pequeño Pedro Jesús iba vestido de blanco en señal
de su dignidad de cristiano. Después de que padres y padrinos solicitaran al
Oficiante la fe de la Iglesia, éste hizo la señal de la cruz sobre la frente y
el pecho del pequeño mientras rezaba las preces de rigor. Luego puso un poco de
sal en la boca del niño, derramó el agua bendecida sobre su cabeza, lo ungió
con crisma y entregó a los padres una vela encendida directamente del cirio
pascual recordándoles la responsabilidad de que nunca se llegue a apagar esa
luz.
El
celebrante terminó tocando con el dedo pulgar los oídos y la boca del bebé,
mientras decía “Effetá”, esto es ¡Ábrete! que es una invocación al Señor para
que el neófito pueda escuchar la Palabra de Dios y proclamar su fe. Este
imperativo lo pone San Marcos en boca de Jesús cuando yendo desde Tiro hacia el
mar de Tiberiades, le presentaron un sordomudo y Él, apartándolo de le gente,
le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua y mirando al
cielo dijo ¡Effetá! y el sordomudo empezó a oír y a hablar.
Al finalizar
el bautismo invocando el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, el
sacerdote invitó al nuevo cristiano a ir en paz.