sábado, 14 de mayo de 2011

OCTAVA DE PASCUA

“Todos los santos tienen su octava”, reza el dicho popular que a algunos les sirve para justificar su olvido a la hora de felicitar al amigo o al pariente cercano en el día de su onomástica, y lo hacen dentro de los ocho días siguientes.

Como la Pascua de Resurrección no iba a ser menos que el santo del día, ya se encarga la Iglesia de continuar esta fiesta en la semana siguiente al Domingo de Resurrección, y a ello le dedica el lunes de la Octava de Pascua, el martes de la Octava de Pascua etc. Y es así porque la Resurrección es la verdad culminante de nuestra fe, hecho estrechamente unido al misterio de la Encarnación y de la Redención que es su plenitud, según el designio eterno de Dios.

“Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también nuestra fe” afirma tajante San Pablo en 1 Co 15,14 para resaltar la importancia que tiene la fe en la Resurrección del Señor por ser el fundamento del mensaje cristiano. La fe cristiana se mantiene con la verdad del testimonio de que Cristo ha resucitado; si se prescinde de esto la fe queda muerta.

Pues bien, en la Octava de Pascua las lecturas litúrgicas ofrecen pasajes del Señor Resucitado.

María Magdalena, que era muy atrevida, el domingo madrugó, se fue al sepulcro y al encontrarlo vacío, volvió asustada donde estaban Pedro y Juan, les contó que el Señor no estaba allí y los tres salieron corriendo, entraron en el sepulcro y vieron las vendas tendidas y el sudario enrollado en un lugar aparte. Por la forma ordenada en que estaban las vendas y el sudario descartaron el robo del cuerpo de forma interesada y precipitada. Recordaron la Escritura: “resucitará de entre los muertos” y creyeron.

Pedro y Juan se fueron y María Magdalena se quedó allí llorando. Alguien le preguntó porqué lloraba, se volvió, vio a un hombre que confundió con el hortelano, le contó sus penas y el hombre dijo “¡María!”. Al oír su nombre cayó en la cuenta de que era Jesús, y dijo “¡Maestro!”. Es un primer testimonio de la resurrección de Jesús.

También esa mañana dos discípulos caminaban hablando hacia la aldea de Emaús, a unos once kilómetros de Jerusalén, y se les acercó Jesús interesándose sobre el tema de la charla. Ellos, extrañados de que ignorara lo ocurrido aquellos días, lo tomaron por un forastero. Le refirieron lo sucedido, pero se mostraron un poco incrédulos por lo oído a las mujeres y por eso dudaban de la resurrección. Jesús aprovechó para explicarles todo lo que se refería a Él en las Escrituras, desde Moisés a los profetas y, algo más animados, lo invitaron a cenar en Emaús. En la mesa Jesús tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se los dio. Entonces lo reconocieron, pero Él desapareció de su vista. Se volvieron a Jerusalén para contar a los once apóstoles y demás compañeros lo del camino.

Los discípulos estaban confundidos por la desaparición del cadáver y, con bastante miedo, se encerraron en un lugar. En esto apareció Jesús, se plantó en medio de ellos y les dijo, “Paz a vosotros” y les mostró las manos y la herida del costado para quitarles las dudas sobre su resurrección. Después de enviarlos a cumplir su misión evangelizadora, desapareció.

En otra ocasión Jesús se presentó en la orilla del lago y al ver que los discípulos no tenían que comer, les dijo que echaran la red y la sacaron llena. Entonces Juan se dio cuenta de que era Él y le dijo a Pedro “¡Es el Señor!”. Luego comió con ellos pan y pescado.

Ni María Magdalena, ni los caminantes de Emaús, ni los propios discípulos lo reconocieron en el primer momento, porque Cristo Resucitado era una realidad corpórea no sometida a las leyes del espacio y del tiempo. De ahí que la Magdalena viera a un hortelano, los que iban a Emaús a un forastero, los de la orilla del lago lo reconocieron porque vieron pan y un pescado en las brasas, y a los encerrados les tuvo que mostrar las heridas de manos y costado.

Así es como la Resurrección entró en el mundo: con apariciones misteriosas de un cuerpo glorioso a unos elegidos que nos legaron testimonio de ello.