En plena polémica suscitada por algunas administraciones y medios
interesados sobre los bienes de la Iglesia, conviene dar a conocer algunos
conceptos a propósito de este asunto que, por afectar a la Iglesia y a sus
feligreses, se tratan de forma innoble solo justificada por hacer campaña
contra la Iglesia Católica. Veamos:
¿Qué son las inmatriculaciones? Inmatricular consiste en inscribir una
propiedad por primera vez en el Registro correspondiente cuando se carece de
título escrito de dominio. Esto no supone la apropiación de algo que no es
propio, sino ejercer el derecho legítimo a que la Administracion reconozca
jurídicamente la propiedad del bien. De hecho la Iglesia dispone de bienes
mucho antes de que existieran los Registros de propiedad. La inscripción no
otorga la propiedad, sino simplemente la hace pública.
En el caso de la Iglesia la cuestión que se suscita es que, hasta 1998, la
ley no permitía a las instituciones de la Iglesia Católica inscribir sus
edificios de culto. A partir de entonces ya pueden hacerlo, y acogiéndose a
este derecho, numerosas diócesis han solicitado la inmatriculación de sus
iglesias, ermitas y edificios que consideraban de su propiedad.
¿Qué dice la legislación española vigente? El Acuerdo Internacional sobre
Asuntos Jurídicos entre la Iglesia y el Estado español garantiza a diócesis y
parroquias la personalidad jurídica para inscribir sus bienes en el Registro de
la Propiedad. También la Ley Hipotecaria reconoce a la Iglesia católica ese
derecho, al igual que lo pueden hacer el Estado, la provincia, el municipio y
las corporaciones de Derecho Público. Ese derecho está confirmado por el
Tribunal Supremo.
¿Y por qué ahora la polémica sobre las inmatriculaciones? El Gobierno
promovió en 2014 una reforma de la Ley Hipotecaria, según la cual la facultad
de inscribir por parte de la Iglesia desaparecerá en junio de 2015, y por tanto
urge el registro de las propiedades de la Iglesia como derecho legítimo y el
reconocimiento de propiedades que llevan siglos en manos de la Iglesia.
Ha habido varios litigios relacionados con esas propiedades, muchos
reconociendo a la Iglesias su dominio, y otros denegándoselo.
¿Y no sería mejor no inscribir esos bienes para evitar la polémica? Eso es
tanto como ceder la propiedad de una vivienda particular a un tercero para
evitar controversias. Si es de justicia defender los derechos propios, también lo
es que se reconozca un bien como posesión propia.
¿Quién es el dueño legítimo de esos bienes? Los templos son un bien
espiritual de la Iglesia en beneficio del pueblo, no del Estado. Los bienes
eclesiásticos pertenecen al pueblo de Dios.
Los cristianos han ofrecido durante siglos diezmos y primicias a sus
parroquias para el sostenimiento del clero, del culto en templos e iglesias, y
para asistencia de los más necesitados. En muchos casos esos templos son
propiedad de la Iglesia antes de que existiesen los Estados como se conocen
ahora; reclamarlos ahora no tiene base histórica ni legal. Desde que comenzó la
vida de la Iglesia, el pueblo ha colaborado en su sostenimiento. Han sido los
fieles quienes han ayudado a su parroquia a mantener durante siglos un
patrimonio que ahora algunas administraciones quieren hacer suyo, contra la
voluntad de quienes lo construyeron con sus aportaciones. Un patrimonio físico
y espiritual, no al servicio de unos pocos, puesto que redunda en bien de
todos.
¿Qué pasa con la catedral de Córdoba? Este es un caso de los más llamativos. La Mezquita Catedral pertenece a la
Iglesia desde 1236, que la ha conservado y mantenido hasta nuestros días. La absurda
campaña de expropiar el monumento no tiene sentido, salvo por interés electoral
y económico.
La presidenta de la Junta de Andalucía, Susana Díaz, que solicita a la Iglesia la cogestión de la Mezquita-Catedral, es incoherente pues fue su
predecesor Manuel Chaves quien
en un convenio de 1991, reconoció a la Iglesia
como titular.
Sin duda la campaña
está movida por intereses económicos. El
monumento tuvo en 2014 récord de
visitantes: Más de 1.434.000 de personas que la Junta no puede
desaprovechar para lucrarse, aunque en los últimos 18 años no ha invertido nada en su mantenimiento.
Pero la Iglesia
no está sola en esta polémica. Cuenta con el apoyo de la Unesco, que elevó la Catedral a Bien
de Valor Universal Excepcional y avaló la gestión de la Iglesia. Además el Tribunal
Superior de Justicia de Andalucía (TSJA) salió al paso de las informaciones que
referían la admisión a trámite de una denuncia por la inmatriculación. La expropiación
sería ilegal y cara, sin razones legales que la sustentasen.
Al hilo de esto,
algunos han aprovechado la ocasión para arremeter, otra vez, contra la Iglesia,
culpándola de “fanatismo religioso”. “Hay que reclamar más tolerancia,
menos fanatismos religiosos. Que el obispado
de Córdoba deje de agredir a los españoles de Al Ándalus. Es una ofensa innecesaria. Actitudes como esa son las
que abonan las actitudes del odio y el fundamentalismo” (sic). Esta frase no se entiende
sin una rabia inmensa contra la Iglesia y lo que representa, de su autor, el académico
Cebrián.
Cuando miles de cristianos están
siendo masacrados diariamente por los yihadistas, va a resultar que la culpa es
del obispo de Córdoba, por ser un fanático contra la expropiación de la
Catedral, hábil deducción del tal Cebrián. Pobre lumbrera.