lunes, 6 de diciembre de 2010

VIVE COMO UN CURA

Los curas han sido objeto de chascarrillos, mejor o peor intencionados, y de persecuciones. De los primeros ahora se oyen pocos, no así de las segundas que continúan no muy lejos de nosotros.

A los curas se les achaca que viven “divinamente” con solo media horita de trabajo al día, -lo que dura una misa- con su vaso de vino y todo, y su Rosario. Para los malintencionados Rosario es una mujer. Ello se traduce en el dicho común “vives como un cura” dirigida a un amigo que no ha dado un palo al agua en su vida. Esta manida frase no encaja en el cura Carlos, un párroco que trabaja sin horario en un barrio pobre de la periferia de Madrid.

El cura Carlos hace su vida en la parroquia Madre del Buen Pastor del barrio de San Fermín, cuyos habitantes son gentes de aluvión con mezcla de emigrantes y gitanos, donde el paro, la delincuencia juvenil y el fracaso escolar se palpan. Carlos Mario Toro, que es el nombre del cura, es colombiano, se levanta a las cinco y media de la mañana, va al seminario de Loeches donde imparte Teología; vuelve para interesarse por las mujeres, niños y ancianos; organiza manualidades; recibe a las voluntarias de Cáritas que se ocupan de las personas que recurren a su auxilio para poder comer; proporciona libros, ropa, gafas, paquetes de comida... o contribuye al pago de los recibos del agua o la luz, e incluso de alguna hipoteca; algún joven vecino le ayuda dando clases de refuerzo de Lengua y Matemáticas a chicos del barrio. No puede faltar la catequesis para los niños que se reúnen en un local cercano alborotando hasta que llega el cura Carlos.

En estos tiempos de crisis se las ve y se las desea para atender tantas necesidades. «Las necesidades son tan perentorias que hay que buscar recursos extra», ha dicho el cura Carlos. «Hemos puesto en marcha un proyecto de alimentos solidarios con los vecinos: algunos humildes, otros pudientes. Colaboran pequeños empresarios a los que liamos para que, a su vez, involucren a otros y echen una mano en lo que puedan».

A las siete de la tarde el cura enfila hacia la iglesia porque a las siete y media hay misa. Lo que hace de iglesia se parece más a una caseta para guardar objetos de jardinería o de obras, donde se meten como sardinas 150 feligreses los domingos. Hay un terreno cerca donde pretende edificar un templo en condiciones cuando el Ayuntamiento le dé permiso. Para la Misa cuenta con un compañero camerunés que le echa una mano en las celebraciones. Este cura, sin tiempo para aburrirse, es de los que “viven como un cura”.

Otro cura que vive como tal es el padre Antonio, de 72 años. Es párroco de Santa Rosalía, en Villa Rosa, barrio de Canillas de Madrid. Lleva 40 años de párroco. Una mañana leyó una pintada que decía “Muerte a los curas” y pasó miedo. Cuando algún seglar le echaba en cara que los “curas vivían muy bien” él le preguntaba “Entonces, ¿por qué no has elegido tú esta vida tan maravillosa?” La respuesta era no contestar.
Durante este tiempo ha sido pastor de sus feligreses, pero también contable y hasta hacía chapuzas allí donde había una gotera o una persiana rota. Fundó la guardería infantil de la parroquia, el proyecto del que está más orgulloso y del que destaca la labor de las educadoras.

Su jornada laboral empieza a las siete y media de la mañana, cuando la guardería se pone en marcha y recibe a los niños. A las nueve abre la iglesia y media hora después celebra misa. Luego inicia una actividad que se prolonga hasta la noche: papeleo, reuniones con catequistas, con vecinos, con novios que desean cambiar de estado, con padres que quieren bautizar a sus hijos... Y Cáritas. «Cuando se realiza el reparto me gusta ayudar. Sacamos poco dinero de las colectas porque los vecinos no tienen recursos».

Dos feligresas de toda la vida, preparan las cestas de Cáritas. Tres paquetes de arroz, uno de lentejas, uno de garbanzos, uno de judías, dos de harina, uno de azúcar, uno de espaguetis, uno de fideos, dos de galletas, uno de café, un bote de cacao, seis briks de leche, una botella de aceite de girasol, dos quesos pequeños, una lata de tomate frito y otra de triturado. Esa es la compra del mes para 140 familias de Villa Rosa. Los suministros llegan a través del Banco de Alimentos y de Cruz Roja, aunque la mayoría son adquiridos por la propia parroquia en un supermercado cercano. La parroquia invierte unos 15.000 euros al año en esta obra de caridad. Acuden ciudadanos ecuatorianos, colombianos, peruanos, venezolanos, rumanos y también españoles.

El padre Antonio ha visto de todo durante estas cuatro décadas. Cuando se jubile tendrá que abandonar la casa parroquial que ha sido su hogar y dejará su “envidiable” vida de cura.

Estos dos casos ocurren a un paso de nuestras casas. Pero hay otros que viven felices y orgullosos de ejercer su vocación más allá de nuestras fronteras. Es el caso del Padre Martín Lasarte que lleva veinte años en Angola como misionero.

Este simple sacerdote católico, en 2002 trasportó por caminos minados a muchos niños desnutridos desde Cangumbe a Lwena (Angola) porque ni el Gobierno ni algunas ONGs lo hacían; ha tenido que enterrar a decenas de pequeños fallecidos por la guerra; ha facilitado alimentos y semillas entre aquella gente para que pueda sobrevivir; ha educado a su modo a niños de 10 años en escuelas-chamizo; ha curado, sanado y acogido a personas golpeadas y violentadas. Este ejemplo no es único. El Padre Roberto, de 75 años, por las noches recorre las ciudad de Luanda curando a los chicos de la calle, llevándolos a una casa de acogida, para que se desintoxiquen de la gasolina. El Padre Stefano tiene casas de pasaje para los chicos maltratados que buscan refugio.

Y así miles de sacerdotes y religiosos han dejado su tierra y su familia para servir a sus hermanos en una leprosería, en hospitales, en campos de refugiados, en orfanatos para niños acusados de hechiceros o huérfanos de padres que fallecieron con Sida, en escuelas para los más pobres, en centros de formación profesional, en centros de atención a cero positivos… o sobretodo, en parroquias y misiones dando motivac