El Templo de
Jerusalen, situado en el lado oriental de la ciudad sobre el monte Moira, era
el lugar donde los judíos adoraban a Dios conforme a la Ley. En él se leían los
libros sagrados del Antiguo Testamento.
El Templo tenía dos
partes: el lugar Santo, con el altar del incienso, una mesa y el candelabro de
siete brazos, y el Santísimo, separado de aquel por un velo o cortina bordada,
con una gran piedra sobre la que el Sumo sacerdote ponía el incensario el Día
de la Expiación. Los sacerdotes ofrecían holocaustos y otras ofrendas con
música y oraciones.
Jesús, los Apóstoles
y la Virgen María solían ir al Templo a orar y a escuchar la palabra de los
doctores de la ley. También acudían en las fiestas de Pascua y Pentecostés.
En cierta ocasión
entró Jesús en el Templo y echó a los que compraban y vendían objetos variados;
e incluso derribó las mesas de los cambistas gritándoles: “¡Mi casa es casa de
oración para todos los pueblos!”. Ocurrió en el atrio de los gentiles lejos del
lugar Santísimo. Jesús lleno de autoridad expulsó a toda aquella gente con
palabras de Isaías (56,7), “Los traeré a mi monte santo, los llenaré de alegría
en mi casa de oración; sus holocaustos y sus sacrificios serán aceptables sobre
mi altar, porque mi casa es Casa de oración para todos los pueblos”. El Templo era
para Jesús lugar de encuentro con Dios, donde se invitaba a la oración y no toleraba
que fuese profanado con un mercado de compraventa.
El
templo actual.
También ahora los
cristianos acuden al templo a orar y a escuchar y recibir la palabra de Dios.
Los sacerdotes ofrecen el holocausto de la Eucaristía, sacramento de acción de
gracias a Dios por las obras de la Creación, Redención y Santificación. El
templo actual es la casa de Dios, casa de oración, donde sus hijos se
encuentran con Él en Cristo, por medio de acciones y palabras que conforman la
liturgia.
El templo es lugar
santo y de recogimiento para gloria de Dios, siempre abierto para favorecer la
oración personal a cualquier hora del día. En él no hay cambistas ni
compraventas pero sí está Cristo en el Sagrario. Cualquier
visitante puede identificarlo por la lamparilla de aceite encendida que ayuda a
reconocer su presencia Real en el Santísimo Sacramento.
La devoción de adorar
a Cristo en el Sagrario es una de las más cotidianas de los fieles, con
frecuencia sin poder hacerlo por no encontrar una iglesia abierta. Si es penoso
que los horarios de apertura de los templos no sean más amplios, peor es que se
abran con fines turísticos a gente sacando fotos que deambula y habla sin
parar, sin exigir un mínimo decoro, y se impida el acceso a los fieles que
quieren “hacer una visita” al Santísimo.
En el templo, la
Eucaristía es la fuente y culmen de la vida cristiana. Contiene todo el bien
espiritual de la Iglesia, es decir Cristo mismo. La liturgia de la Santa Misa
es la expresión de la fe en la presencia real de Cristo bajo las especies de
pan y de vino. Su adoración, de rodillas
e inclinando la cabeza, es un gesto tristemente devaluado por falta de una
lección catequística que remedie el que muchos fieles permanezcan de pie
durante la consagración, como ocurre en muchas iglesias, o no hagan una simple genuflexión
al pasar ante el Sagrario. En la
Eucaristía está Dios con nosotros en el prodigio de un Sacramento, y en
su presencia hay que mantener las formas apropiadas: silencio, recogimiento y
actitud orante.