El evangelista Juan dice en su Evangelio: “En el principio
existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios... El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a
todo hombre viniendo al mundo...Y el Verbo se hizo carne y habitó entre
nosotros...”.
Juan usa el término Verbo para
referirse a Cristo como la Palabra de Dios Padre que trae su mensaje al mundo y
además afirma rotundo que la Palabra era Dios. Emplea ese símbolo cuyo
contenido es claro: El Verbo es la persona divina de Cristo que ha venido del
Padre para dar la vida a los hombres. Más adelante recuerda que “A Dios nadie
lo ha visto jamás” siendo el Hijo “quien lo ha dado a conocer”. Es verdad que Dios Padre habló a Abraham, a
Jacob y a Moisés, pero nunca lo vieron, a diferencia de Cristo que “se hizo
carne”, vivió entre nosotros y trajo la Palabra de Dios Padre, aunque “Vino a
los suyos y no lo recibieron”, dice Juan con hondo pesar.
Hoy el mundo
está dando la espalda al cristianismo, como se ve en el rechazo de sus símbolos
tradicionales. El crucifijo, el signo de la ofrenda del amor de Dios, no solo ha
desaparecido de escuelas y hospitales, sino que uno se esos “máster chef” tan a
la moda elabora (?) un plato que llama “Cómo cocinar un crucifijo”, y en un
colegio público se premia un trabajo injurioso contra Jesucristo, con un texto irreproducible.
Contra este deterioro que agrede los principios cristianos, ¿qué hacemos?, ¿reír
estas gracietas?, ¿seguir aguantando sin pizca de vergüenza la marea
anticristiana que tenemos encima? ¿No sería mejor aplicar con fortaleza y sin vergüenza
la enseñanza de San Pablo: “No te avergüences
de dar testimonio de nuestro Señor”?
Llega la
Navidad. Apenas se ven colgaduras con la imagen del Niño Jesús en los balcones;
los Reyes Magos –o reinas magas, según la moda- se relegan al banquillo de los
suplentes en favor de Papa Noel; en la iluminación de las ciudades solo hay
trazos consumistas; el belén anda tan perdido que hasta en el discurso de
Nochebuena del Rey Felipe VI nadie lo encuentra, mientras David Camerón, el
primer ministro inglés, habla de que “La Navidad
es la ocasión para los cristianos de celebrar el triunfo definitivo del amor
sobre la muerte, con ocasión del nacimiento de Jesús”; quien lo iba a decir si hasta
alguna tele de aquí ha dicho que Cristo nació en Belén, según la tradición.
¡Qué tradición ni que pamplinas! Cristo es una figura tan histórica como Aristóteles,
Sócrates o Napoleón.
Faltaban las cabalgatas para degradar el sentido cristiano de la Navidad. Para
ello en vez de Reyes Magos se inventan reinas magas, tres caricaturas con
parafernalia carnavalesca, que ni van a Belén ni a adorar al Niño, echando por
tierra el misterio de la Epifanía y la tradición de una fiesta para niños y las
ilusiones de los mayores, un paso más para borrar toda seña de identidad de la cultura
cristiana.
No podemos seguir desterrando los símbolos
del cristianismo de nuestra vida. Eso sería como perder la fe en Cristo. Frente
a la cristofobia patente y sin disimulos, hay que dejarse de catolicismo tibio
y vergonzante y responder con la fuerza de la verdad.
DOS ADENDAS COMPLEMENTO DE LO ANTERIOR.
PRIMERA.- Jesucristo no es ninguna leyenda, es Historia rigurosamente documentada a
lo largo de los siglos. Nació, vivió y murió en la época del Imperio Romano.
Cuando Cesar Augusto decretó el empadronamiento, en Judea, estado cliente de Roma donde
reinaba Herodes el Grande, la orden coincidió con el nacimiento de Jesús en Belén. Al morir Herodes en el 4 d.C.
Augusto convirtió Judea en provincia de Roma. Augusto falleció el 19 de agosto del
14 d. y el Senado transmitió el poder a Tiberio Claudio. Jesús tendría unos 14 años y vivía con sus
padres José y María en Nazaret. En
Judea al procurador Valerio Graco le sucedió Poncio Pilato (26-36 d.C.) que ha pasado a la historia por haber ordenado la ejecución de
Jesús de Nazaret, hacia el año 30. (Nada inventado).
SEGUNDA.- En Alcoy los Reyes de Oriente
descienden de forma majestuosa por las empinadas calles del centro con sus pajes
en busca de los hogares a los que van dirigidos los bultos que acarrean.
Mientras tanto, los vecinos y visitantes se agolpan en la Plaza de España para
presenciar uno de los momentos más entrañables de la Cabalgata: la Adoración.
Tras descender de sus monturas, los Reyes portan sus presentes al Niño -oro,
incienso y mirra, como rubrican los Evangelios- y se postran para rendir
pleitesía al Redentor que ha nacido en Belén. (Todavía hay clases).
Jose Giménez Soria