Tras la Liturgia de la Palabra del
Viernes Santo 15 de abril de 2022, que anunció la Pasión y Muerte del Señor en la Basílica de San Pedro presidida por el
Papa Francisco, el Predicador de la Casa Pontificia el Cardenal
Raniero Cantalamessa, centró su homilía en la pregunta de Pilato a Jesús: ¿Qué
es la verdad? «Jesús – afirmó el padre Cantalamessa – quiere que Pilato
entienda que la pregunta es más seria de lo que cree, pero que tiene un
significado solo si no repite simplemente una acusación de otros». Jesús, trata
de llevar a Pilato a una visión más elevada. Le habla de su reino, un reino que
«no es de este mundo» y el procurador entiende que no se trata de un reino
político.
«¡Qué actual es esta página del Evangelio! Hoy, como en el pasado, el
hombre se pregunta: «¿Qué es la verdad?». Y hace como Pilato, da la espalda al
que dijo: «He venido al mundo para dar testimonio de la verdad» y «¡Yo soy la
Verdad!» (Jn 14,6).
«He seguido debates sobre religión y ciencia, sobre fe y ateísmo, y me ha
llamado la atención tras horas y horas de diálogo, que nunca se menciona el
nombre de Jesús. Y si un creyente se atrevía a nombrarlo y aducir el hecho de
su resurrección, se cerraba el discurso como si nunca hubiera existido un
hombre llamado Jesucristo».
El resultado es que la palabra «Dios» se convierte en un recipiente vacío
que cada uno puede llenar a su antojo. Por esta razón Dios se preocupó por dar
contenido a su nombre: «El Verbo se hizo carne». ¡La Verdad se hizo carne!,
es decir ¡Jesús de Nazaret!» y por hay duda de que ha existido, el autor de
novelas y películas «El Señor de los Anillos», John Ronald Tolkien, esto contestó
a su hijo que le hizo misma objeción: “Se necesita una sorprendente voluntad
de no creer para suponer que Jesús nunca existió o que no dijo las palabras que
se le atribuyen, pues son imposibles de inventar por cualquier otro ser en el
mundo: «Antes de que Abraham existiera, yo soy» (Jn 8,58); y «El que me ve a mí
ve al Padre» (Jn 14,9).
Hermanos y hermanas ateos, agnósticos o todavía en búsqueda: no es un pobre
predicador como yo quien ha pronunciado las palabras que voy a pronunciar; es
uno de vosotros, a quien admiráis y de quien os consideráis discípulos y continuadores:
¡Søeren Kierkegaard! “Se habla mucho —dice — de miserias humanas y de
vidas desperdiciadas. Desperdiciada es sólo la vida de ese hombre que nunca se
dio cuenta, porque nunca tuvo la impresión de que hay un Dios, y que él está
ante este Dios”.
Se dice: ¡hay demasiada injusticia, demasiado sufrimiento como para creer
en Dios! Es cierto en cuánto más absurdo y desesperanzador se vuelve el mal que
nos rodea, sin fe en un triunfo final del bien. La resurrección de Jesús es la
promesa y la garantía cierta de que el triunfo existirá, porque ya ha comenzado
con Él.
Si tuviera el coraje de san Pablo, yo debería gritar: «¡Dejaos reconciliar
con Dios!» (2Cor 5,20). ¡No desperdicies vuestra vida! No abandonéis este mundo
como Pilato salió del Pretorio, con esa pregunta en suspenso: «¿Qué es la
verdad?» Es demasiado importante. Se trata de saber si hemos vivido para algo,
o en vano.
El diálogo de Jesús con Pilato ofrece otra reflexión a los creyentes y
hombres de Iglesia, no a los de fuera: «¡Tu gente y tus sacerdotes me han
entregado!» (Jn 18,35). ¡Los hombres de la Iglesia, tus sacerdotes te han
abandonado; han descalificado tu nombre con crímenes horrendos! ¿Y deberíamos
seguir creyendo en ti todavía?
A esta terrible objeción me gustaría responder con las palabras que el
escritor recordado escribía a su hijo: “Nuestro amor se podrá enfriar y nuestra
voluntad rasguñar por el espectáculo de las deficiencias, la locura y los
pecados de la Iglesia y sus ministros, pero no creo que quien ha creído de
verdad una vez, abandone la fe por estas razones, y menos quien tiene algún
conocimiento de la historia… Esto es cómodo porque nos empuja a apartar la
vista de nosotros mismos y de nuestras faltas y encontrar un chivo expiatorio…
Creo que soy tan sensible a los escándalos como lo eres tú y cualquier otro
cristiano. He sufrido mucho en mi vida a causa de sacerdotes ignorantes,
cansados, débiles y, a veces, incluso malos. Esto era de esperar. Comenzó antes
de la Pascua con la traición de Judas, la negación de Simón Pedro, la huida de
los apóstoles… ¿Llorar, entonces? Sí —recomendaba Tolkien a su hijo—, pero por
Jesús —por lo que debe soportar— antes que por nosotros. Lloramos –agregamos
hoy– con las víctimas y por las víctimas de nuestros pecados”.
Una conclusión para todos, creyentes y no creyentes. Este
año celebramos la Pascua no con el sonido de las campanas, sino con el ruido en
nuestros oídos de bombas y explosiones no lejanas de aquí. Recordemos lo que
Jesús respondió una vez a la noticia de la sangre que Pilato había hecho
correr, y del derrumbe de la torre de Siloé: «Si no os convertís, todos
pereceréis de la misma manera» (Lc 13,5). Si no cambiáis vuestras lanzas en
guadañas, vuestras espadas en arados (Is 2,4) y vuestros misiles en fábricas y casas,
¡todos pereceréis de la misma manera!
Los acontecimientos nos han recordado de repente algo. Los arreglos del
mundo cambian de un día para otro. Todo pasa, todo envejece; todo —no sólo «la
bendita juventud»—, falla. Solo hay una forma de escapar de la corriente del
tiempo que arrastra todo detrás de ti: ¡pasar a lo que no pasa! ¡Pon tus pies
en tierra firme! Pascua significa tránsito. Tengamos todos este año una
verdadera Pascua: Venerados Padres, hermanos y hermanas: ¡pasemos a Aquel que
no pasa! ¡Pasemos ahora con el corazón, antes de pasar un día con el cuerpo!