miércoles, 24 de mayo de 2023

CUARENTA DÍAS

Mateo, Marcos, Lucas y Juan ponen el punto final de sus evangelios refiriéndose a la Resurrección de Jesús. De los siguientes cuarenta días que permaneció resucitado en este mundo hasta su Ascensión, sus apariciones, las instrucciones a los discípulos y la promesa de la donación del Espíritu Santo, se tiene noticia por el final del Evangelio de Lucas, el principio del Libro de los Hechos de los Apóstoles, -atribuido a Lucas, cuya composición se sitúa en el último tercio del siglo I-, y por la primera carta de san Pablo a los Corintios.

En el “primer día de la semana”, domingo de Resurrección, los episodios se sucedieron de esta manera: En la cuarta vigilia, con el alborear el nuevo día, un ángel del Señor corrió la piedra del Sepulcro. María Magdalena con María, madre de Santiago el Menor, Salomé y Juana, subieron y lo encontraron vacío. El ángel al verlas les dijo “No temáis, ¡Jesús ha resucitado y va a ir a Galilea. Allí lo veréis”. (Mt 28,5-7). Reaccionó la de Magdala y bajó a dar la noticia a los discípulos. Como no la creyeron, salieron Pedro y Juan a prisa hacia el Sepulcro, entraron y vieron “los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en sitio aparte”. (Jn.20,1-8) Volvieron con los demás, y en un ambiente de temor e incertidumbre se encerraron en una casa, aunque algunos abandonaron. 

María Magdalena, perdida toda esperanza, volvió al monte en busca de respuesta. Mediada la mañana, posiblemente a la hora sexta, se sentó en una roca llorando y oyó: “Mujer, ¿por qué lloras?”. Atinó a pronunciar unas palabras y de nuevo oyó: “¡María!”. Reconoció a Jesús y cayó de rodillas, pero no se acercó a Él.

Transcurrió el día y, al caer la tarde, Jesús se apareció a dos que regresaban a Emaús. Cleofás y otro, ambos discípulos, descorazonados y hartos de esperar en vano, volvían a su aldea. En el camino con Jesús, a quien no reconocieron, demostraron no saber la Escritura ni haber atendido lo que Él predijo sobre sus padecimientos y su Resurrección. El diálogo les devolvió el ánimo y lo invitaron a cenar juntos, momento que se les abrieron los ojos y lo reconocieron al bendecir y partir el pan.

Los apóstoles, encerrados con otros, tuvieron noticias de Jesús Resucitado por María Magdalena; por Pedro y Juan que habían visto el sepulcro vacío; y por los de Emaús. La incertidumbre inicial fue disipándose hasta que en la segunda vigilia los temores desaparecieron al presentarse Jesús en medio de todos y saludarles: “Paz a vosotros”, mostrándoles sus manos y sus pies para que vieran que era una persona real. Así fue el día primero de los cuarenta que mediaron entre la Resurrección y la Ascensión.

Ausente el apóstol Tomás en esa primera aparición, se mostró desconfiado si no veía las heridas de Jesús, y ocho días después Jesús se apareció en el mismo lugar y lo retó a que metiese su dedo en las llagas de las manos y del costado. Tomás rendido, creyó y exclamó: “¡Señor mío, y Dios mío!”

Todo esto sucedió en Jerusalén. Días después, tal vez ocho o diez, atendiendo las instrucciones de Jesús, los discípulos marcharían a Galilea, aunque el evangelista solo cita a Pedro, Tomás, Natanael, el de Caná, Santiago, Juan y dos más que podían ser Andrés y Felipe. En Galilea, Pedro tomó la iniciativa y una noche salieron a pescar en el mar de Tiberiades con resultado infructuoso. Mientras arribaban a la playa, uno desde la orilla les indicó cómo pescar y consiguieron llenar las redes. Entonces Juan reconoció que el de la orilla era Jesús y se lo dijo a Pedro.

Con pan y varios peces que Jesús preparó en unas brasas, los invitó a comer. La luz de la mañana propició la tercera vez que se manifestó a los discípulos.

Sobre la Resurrección de Jesús el papa Benedicto XVI escribe:Los evangelios no explican la Resurrección porque escapa a la comprensión humana: es un proceso entre el Padre y el Hijo. Jesús resucitó a la Vida eterna en la inmensidad de Dios. Se aparece a los discípulos y habla y come con ellos; no es espíritu ni un fantasma. Su cuerpo glorioso no está sujeto a las leyes del espacio-tiempo; la materia queda subordinada al espíritu”.

Epilogo. El Libro de los Hechos de los Apóstoles narra escuetamente que Jesús Resucitado se apareció a sus apóstoles durante cuarenta días para darles pruebas de que estaba vivo y hablarles del reino de Dios. Cabe suponer que se les apareció varias veces en Galilea y en Jerusalén a donde volvieron antes de terminar la cuarentena, para recibir el Espíritu Santo: “No os alejéis de Jerusalén y aguardad a que se cumpla la promesa del Padre”, les había dicho Jesús.

En su primera carta a los Corintios, san Pablo apunta que “Jesús resucitó según las Escrituras, se apareció a Pedro y más tarde a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos juntos, y luego a Santiago y a todos los apóstoles”.

Ningún pasaje evangélico indica que Jesús Resucitado se encontrara con María, su Madre. Ella aparece por última vez al pie de la cruz con Juan y otras mujeres. Si por designio divino, de Ella nació Jesús y fue testigo de su muerte en la cruz. ¿Cómo no creer que fuese testigo de su Resurrección? La Beata Ana Catalina Emmerich revela que el cuerpo glorioso de Jesús se apareció a su Madre: “Cuando se acabó el sábado, Juan entró donde las santas mujeres y las consoló. La Virgen María estaba sentada en oración, llena de anhelo de Jesús. Un ángel se acercó a Ella para decirle que saliera porque se acercaba el Señor. El corazón de María desbordó de gozo; se envolvió en su manto y salió sin decir nada a nadie. Volvió muy confortada”.

José Giménez Soria


martes, 2 de mayo de 2023

BIENAVENTURANZAS

El papa Francisco nos recuerda que «Jesús explicó con toda sencillez qué es ser santos, y lo hizo cuando nos dejó las bienaventuranzas» (Mt 5,3-12; Lc 6,20-23). «Son como el carné de identidad del cristiano». Es precisamente que sea en la solemnidad de Todos los Santos cuando leemos el fragmento evangélico de Mt 5, 3-12, siendo invitados por el Señor a seguirlo siempre, con alegría, por el camino de las bienaventuranzas.

Las bienaventuranzas –dulces felicitaciones del Señor– tienen el perfume de la alabanza, del hablar bien, del reconocer el carácter positivo de las situaciones aparentemente más ásperas y difíciles.

Las bienaventuranzas son un canto a las personas que son consideradas bendecidas por Dios. Hay un matiz, por lo tanto, de perennidad y de arraigo. No se trata de una alegría o felicidad pasajera ni efímera: es una felicidad y una alegría para siempre. Es aquella que todos soñamos tener. La alegría y bienaventuranza de la que nos habla Jesús no es la alegría provocada por las circunstancias favorables o por un carácter optimista. Es la alegría que nace del corazón de quien alaba al Señor porque vive la alegría de ser suyo, todo suyo. Ahora bien, Jesús nos enseña que esta felicidad y gozo eterno se alcanzan por un camino paradójico, el de la abnegación y el de la aniquilación. Cuanto más nos desdibujamos nosotros, cuanto más nos rebajamos, cuanto más dejamos de ser «autorreferenciales», como diría el papa Francisco, más dibujamos el rostro de Dios y somos más transparencia del rostro de Dios.

«Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes», dice Santa María de Nazaret magnificando a su Señor. «Todo aquel que se humilla será enaltecido», dice Jesús, siguiendo la enseñanza de su Madre. Las bienaventuranzas son para nosotros el mejor retrato de todos los santos y santas, el mejor retrato de la bienaventurada Virgen María y el mejor retrato que tenemos del rostro de Jesucristo.

Jesús puede proclamar las bienaventuranzas porque Él fue el primer bienaventurado.

Jesús nació pobre y murió pobre: no tenía ni dónde reclinar la cabeza.

Jesús fue bienaventurado porque estuvo de duelo por la muerte de Juan Bautista, su precursor, y porque hizo suyo el dolor de Jairo y de la viuda de Naín.

Jesús fue bienaventurado porque fue humilde e invitó a aprender de esta humildad, de esta mansedumbre, para encontrar el reposo.

Jesús fue bienaventurado porque el hambre y la sed de justicia le llevaron a expulsar a los mercaderes del Templo.

Jesús fue bienaventurado porque se compadeció de los leprosos, del ciego de nacimiento, de la mujer encorvada, de la hija de la siro-fenicia.

Jesús fue bienaventurado porque lo ofendieron, lo persiguieron, lo calumniaron y lo clavaron en la cruz.

Jesús, en fin, fue bienaventurado, porque ya resucitado de entre los muertos se apareció en son de paz a los apóstoles en el cenáculo. Jesús fue bienaventurado, sí.

Y nosotros, su cuerpo, que es la Iglesia, ¿podemos decir que somos también bienaventurados?

Finalmente, no es extraño que «el gran protocolo» sobre el que seremos juzgados es el capítulo 25 de San Mateo (vv. 31-46), donde «Jesús vuelve a detenerse en una de estas bienaventuranzas, la que declara felices los misericordiosos».

Con la humildad de saber que nuestra fuerza mayor es la fuerza del Señor misericordioso, con la esperanza puesta en Aquel que sabemos que nos ama, nos atrevemos a afirmar que el mejor retrato de su rostro amable y misericordioso es la comunidad cristiana. Quiera Dios que en la gran comunidad de las parroquias, comunidades, asociaciones, movimientos y entidades eclesiales, todos puedan descubrir el Amor que viene de lo alto, los rasgos del Señor, rostro de la misericordia.

Sergio Gordo Rodríguez

Obispo auxiliar de Barcelona