El papa Francisco nos recuerda que «Jesús explicó con toda sencillez qué es ser santos, y lo hizo cuando nos dejó las bienaventuranzas» (Mt 5,3-12; Lc 6,20-23). «Son como el carné de identidad del cristiano». Es precisamente que sea en la solemnidad de Todos los Santos cuando leemos el fragmento evangélico de Mt 5, 3-12, siendo invitados por el Señor a seguirlo siempre, con alegría, por el camino de las bienaventuranzas.
Las bienaventuranzas –dulces felicitaciones del Señor– tienen el perfume de la alabanza, del hablar bien, del reconocer el carácter positivo de las situaciones aparentemente más ásperas y difíciles.
Las bienaventuranzas son un canto a las personas que son consideradas bendecidas por Dios. Hay un matiz, por lo tanto, de perennidad y de arraigo. No se trata de una alegría o felicidad pasajera ni efímera: es una felicidad y una alegría para siempre. Es aquella que todos soñamos tener. La alegría y bienaventuranza de la que nos habla Jesús no es la alegría provocada por las circunstancias favorables o por un carácter optimista. Es la alegría que nace del corazón de quien alaba al Señor porque vive la alegría de ser suyo, todo suyo. Ahora bien, Jesús nos enseña que esta felicidad y gozo eterno se alcanzan por un camino paradójico, el de la abnegación y el de la aniquilación. Cuanto más nos desdibujamos nosotros, cuanto más nos rebajamos, cuanto más dejamos de ser «autorreferenciales», como diría el papa Francisco, más dibujamos el rostro de Dios y somos más transparencia del rostro de Dios.
«Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes», dice Santa María de Nazaret magnificando a su Señor. «Todo aquel que se humilla será enaltecido», dice Jesús, siguiendo la enseñanza de su Madre. Las bienaventuranzas son para nosotros el mejor retrato de todos los santos y santas, el mejor retrato de la bienaventurada Virgen María y el mejor retrato que tenemos del rostro de Jesucristo.
Jesús puede proclamar las bienaventuranzas porque Él fue el primer bienaventurado.
Jesús nació pobre y murió pobre: no tenía ni dónde reclinar la cabeza.
Jesús fue bienaventurado porque estuvo de duelo por la muerte de Juan Bautista, su precursor, y porque hizo suyo el dolor de Jairo y de la viuda de Naín.
Jesús fue bienaventurado porque fue humilde e invitó a aprender de esta humildad, de esta mansedumbre, para encontrar el reposo.
Jesús fue bienaventurado porque el hambre y la sed de justicia le llevaron a expulsar a los mercaderes del Templo.
Jesús fue bienaventurado porque se compadeció de los leprosos, del ciego de nacimiento, de la mujer encorvada, de la hija de la siro-fenicia.
Jesús fue bienaventurado porque lo ofendieron, lo persiguieron, lo calumniaron y lo clavaron en la cruz.
Jesús, en fin, fue bienaventurado, porque ya resucitado de entre los muertos se apareció en son de paz a los apóstoles en el cenáculo. Jesús fue bienaventurado, sí.
Y nosotros, su cuerpo, que es la Iglesia, ¿podemos decir que somos también bienaventurados?
Finalmente, no es extraño que «el gran protocolo» sobre el que seremos juzgados es el capítulo 25 de San Mateo (vv. 31-46), donde «Jesús vuelve a detenerse en una de estas bienaventuranzas, la que declara felices los misericordiosos».
Con la humildad de saber que nuestra fuerza mayor es la fuerza del Señor misericordioso, con la esperanza puesta en Aquel que sabemos que nos ama, nos atrevemos a afirmar que el mejor retrato de su rostro amable y misericordioso es la comunidad cristiana. Quiera Dios que en la gran comunidad de las parroquias, comunidades, asociaciones, movimientos y entidades eclesiales, todos puedan descubrir el Amor que viene de lo alto, los rasgos del Señor, rostro de la misericordia.
Sergio
Gordo Rodríguez
Obispo
auxiliar de Barcelona
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