El Papa Francisco es el hombre del
encuentro personal que cautiva por su trato y deslumbra con sus orientaciones.
Para la gente común es una persona sencilla y cálida, plena de gestos de
consideración. Es el sacerdote empeñado en que la Iglesia salga al encuentro de
la gente con mensaje comprensivo y entusiasta. Es un religioso convencido de
que debe pasarse de una Iglesia “reguladora de la fe” a una Iglesia
“transmisora y facilitadora de la fe”.
Cuando tenía 21 años le diagnosticaron una
pulmonía grave y tuvo que soportar dolores tremendos. Las visitas al hospital
trataban de consolarlo con frases hechas, “ya va a pasar”, “pronto volverás a
casa” y otras. Solo una lo reconfortó: la de la Hermana Dolores, una monja que
lo había preparado para la primera comunión, dijo “Está imitando a Jesús”. Para
él fue una lección de cómo hay que afrontar cristianamente el dolor.
Este episodio robusteció su fe, pero sobre
si el dolor es una bendición si se lo asume cristianamente, dijo «El dolor no
es una virtud en sí mismo, pero sí puede ser virtuoso el modo en que se lo
asume. Nuestra vocación es la plenitud y la felicidad y, en esa búsqueda, el
dolor es un límite. Por eso, el sentido del dolor, uno lo entiende en plenitud
a través del dolor de Dios hecho Cristo». «La clave pasa por entender la Cruz
como semilla de la resurrección».
Entonces a la cuestión de por qué la Iglesia insiste demasiado con el dolor como camino de
acercamiento a Dios y poco en la alegría de la resurrección, como lo prueba que
el principal emblema del catolicismo es un Cristo crucificado que chorrea
sangre, el Cardenal explica:
«La exaltación del
sufrimiento en la Iglesia depende mucho de la época y de la cultura. La Iglesia
representó a Cristo según el ambiente cultural del momento que se vivía. En los
iconos orientales, por ejemplo los rusos, se comprueba que son pocas las
imágenes del crucificado doliente, más bien se representa la resurrección. En
cambio el barroco español enfatiza la pasión de Jesús. La vida cristiana es dar
testimonio con alegría. Santa Teresa decía que un santo triste es un triste
santo».
Según qué región, en
España la representación de la pasión de Cristo es diferente según la cultura
de sus pueblos. En Andalucia predominan el barroco de crucificados dolorosos y
los majestuosos tronos de palio de la Virgen, engalanada, revestida de tonos
radiantes de plata y oro, de rostro lozano que mira con amor. En Castilla, de
influencias románicas, el crucificado no lleva corona de espinas, tiene los ojos abiertos sin
expresión de dolor, y la Imagen de la Virgen es una genuina muestra de
sobriedad, sin palio, ni joyas ni coronas. En ambos casos el dolor de Cristo
acerca más el hombre a Dios, que la alegría de la resurrección. Atrae más el
Vía Crucis, el camino del Calvario, que el Vía Lucis, el camino de la Luz. Paradójico.
Digamos como el salmista “El Señor ha
estado grande con nosotros y estamos alegres” porque sin cruz no hay
resurrección.
A la pregunta de qué
actitud toma ante una persona que tiene una cruel enfermedad, replica:
«Ante una vida que se
apaga como consecuencia de una cruel enfermedad, enmudezco. Lo único que me
surge es quedarme callado y rezar por ella, porque tanto el dolor físico como
el espiritual tiran para adentro, donde nadie puede entrar: comporta una dosis
de soledad. Y la gente quiere saber quien la acompaña y la quiere y reza para
que Dios entre en ese espacio que es pura soledad». Un claro mensaje de que hay
que salir al encuentro del otro.
-A propósito ¿piensa usted en su propia
muerte?
«Hace tiempo que es una
compañera cotidiana. Pasé de los setenta años y el hilo que queda en el carrete
no es mucho. No voy a vivir otros setenta y lo tomo como algo normal. No estoy
triste, pero la muerte está todos los días en mi pensamiento».