Llega Pentecostés cincuenta
días después de la Semana Santa y acaba el Tiempo Pascual. Han sido siete
semanas dedicadas a los primeros tiempos de la Iglesia, a su nacimiento en
Jerusalén, a su expansión por Antioquia, Éfeso, Atenas, Corinto, Roma y hasta el
confín de la tierra. Los Apóstoles, con Pedro y Pablo a la cabeza, se dedicaron
a proclamar las enseñanzas de Jesús y a bautizar a los creyentes que, a su vez,
daban a conocer la doctrina cristiana.
Para dar testimonio de su labor misionera la Iglesia se
organizó como institución; se erigieron templos como lugares de culto y se instauró
la liturgia
para «la
celebración cristiana de la fe, usando gestos y palabras, por medio de los
cuáles Dios santifica a los creyentes y éstos ofrecen culto a Dios». La liturgia, motor de la vida parroquial, es el orden y las formas con que se realizan las ceremonias
de culto. Por ejemplo, la Eucaristía, que evoca la Pasión,
muerte y resurrección del Señor, se celebra de acuerdo a las reglas del Misal Romano
que contiene las ceremonias, las lecturas y las oraciones de la celebración. Igual
ocurre con los demás sacramentos y otros actos solemnes.
La liturgia no solo afecta al celebrante o ministro,
también a los fieles, que no son espectadores pasivos, pues participarán en todo
el ceremonial siguiendo las reglas establecidas en cada caso. La presencia de
Dios invita –obliga- a guardar unas formas, un decoro y un proceder correcto.
Si importantes son los gestos y las posturas del
ministro, también son las de los fieles que deben ser observadas
simultáneamente por todos los participantes. Estarán de pie, o sentados o de
rodillas según el momento de la celebración o de la tradición que sea costumbre
en el lugar donde se celebre. Al templo se acude a orar, y para facilitar el recogimiento es
deseable que se guarde silencio. Un ornato
sencillo contribuye a dar dignidad a la ceremonia y a la meditación.
En las procesiones también hay que prestar particular atención a la
conducta personal o comunitaria. Es importante que el recorrido tenga
continuidad, sin cortes ni paradas a destiempo. La corrección en el vestido debe adecuarse al momento.
El Vía crucis, como ejercicio piadoso de oración colectiva, se hace caminando con
el mayor respeto posible.
Pero no todo es liturgia. La vida parroquial tiene que mejorar otros
aspectos que ayuden a santificar a los creyentes. La apertura de los templos, la
exposición del Santísimo o la confesión son algunos de ellos. Los templos son centros de culto, no parques temáticos para el
turismo, y muchos católicos acuden a rezar o meditar ante el Sagrario o ante la
Imagen de su devoción cuando sus ocupaciones lo permiten. Los horarios de
apertura de los templos han de ser amplios, desde muy temprano hasta muy tarde
para facilitar la oración personal en silencio a quienes les estimula la
cercanía de Dios, o tienen costumbre pasar un rato con Él.
Todo católico sabe que en la confesión, o
penitencia, los pecados son perdonados por el sacerdote-confesor. Aunque el
perdón no entiende de lugares, lo normal es que se acuda a un sacerdote en un confesionario
de una iglesia. Salvo ocasiones, cada vez cuesta más encontrarse el dúo confesionario-confesor
dispuesto, y el penitente acaba en un rincón de la iglesia, contrito y sin
poder confesar.
También
en el templo la exposición y bendición con el Santísimo
suele ser un acto comunitario con horario limitado. Lo deseable sería la exposición
permanente de la Custodia en el centro del altar como un reclamo que invita a “visitarle”
a cualquier hora del día, una actitud que, además de aliciente para la vida
espiritual, muchos aprovechan para reflexionar sobre pasajes de la Biblia en
presencia del Pan Eucarístico.
En
resumen, si la Iglesia predica el misterio de Cristo y lo manifiesta con la solemnidad
de la liturgia, el creyente debe encontrar facilidades para sentirse “socio” de
una institución en permanente estado de servicio que tenga siempre las puertas
de los templos abiertas de par en par, sea cual sea la hora.
José Giménez Soria