sábado, 9 de mayo de 2020

DIOS ES NUESTRO ALIADO


"Dios participa en nuestro dolor
para vencerlo, es aliado nuestro, no del virus”

Tarde del 10 de abril de 2020, Viernes Santo; se recuerda la crucifixión y la muerte de Cristo. El papa Francisco preside la celebración de la Pasión en la Basílica de San Pedro, vacía, sin fieles a causa del coronavirus. La homilía corre a cargo de Raniero Cantalamessa, Predicador de la Casa Pontificia de la que son estos párrafos:
 
        «Este año leemos el relato de la Pasión con una pregunta en el corazón que se eleva por toda la tierra. Trataremos de captar la respuesta que la palabra de Dios le da. 
 
Hemos escuchado el relato del mal más grande jamás cometido en la tierra, y lo vemos desde dos perspectivas: o por sus causas o por sus efectos. Si por las causas de la muerte de Cristo, estaremos tentados a decir como Pilato: «Soy inocente de la sangre de este hombre» (Mt 27,24). La cruz se comprende mejor por sus efectos. ¿Cuáles han sido los efectos de la muerte de Cristo?. “¡Justificados por la fe en Él, reconciliados y en paz con Dios, llenos de la esperanza de una vida eterna!” (Rom.5, 1-5)
 
Pero hay un efecto particular. La cruz de Cristo ha cambiado el sentido del dolor y del sufrimiento físico y moral humano. Ya no es un castigo, una maldición. Ha sido redimida en raíz desde que el Hijo de Dios la ha tomado sobre sí. La prueba de que la bebida no está envenenada, es si el que la ofrece bebe de la misma copa. Así lo ha hecho Dios: en la cruz ha bebido, ante del mundo, el cáliz del dolor hasta las heces.
 

Y no sólo de quien tiene fe, sino de todo el dolor humano. Él murió por todos. «Cuando yo sea levantado sobre la tierra —dijo—, atraeré a todos a mí» (Jn 12,32). ¡Todos, no sólo algunos! Gracias a la cruz de Cristo, el sufrimiento se ha convertido en una especie de «sacramento universal de salvación» para el género humano.
 

¿Qué luz que arroja esto sobre el drama que está viviendo la humanidad? Miremos los efectos. No sólo los negativos, también los positivos que una atenta observación nos ayuda a captar. La pandemia del coronavirus nos ha despertado del peligro mayor de los individuos y la humanidad: el del delirio de omnipotencia. Ha bastado un pequeño virus para recordarnos que somos mortales, que la potencia militar y la tecnología no bastan para salvarnos. «El hombre en la prosperidad no comprende —dice el salmo—, es como los animales que perecen» (Sal 48,21). ¡Qué verdad es! 
No nos engañemos. ¡Dios es aliado nuestro, no del virus! «Tengo proyectos de paz, no de aflicción», nos dice él mismo (Jer 29,11). Si este flagelo fuese castigo de Dios, no se explicaría por qué se abate igual sobre buenos y malos, y por qué los pobres son los que más sufren sus consecuencias. ¿Son ellos más pecadores que otros?
 
¡No! El que lloró un día por la muerte de Lázaro llora hoy por el flagelo que ha caído sobre la humanidad. Sí, Dios "sufre", como cada padre y cada madre. Algún día nos avergonzaremos de todas las acusaciones que hicimos contra él en la vida. Dios participa en nuestro dolor para vencerlo.
 
¿Acaso Dios Padre ha querido la muerte de su Hijo, para sacar un bien de ella? No, solo ha permitido que la libertad humana siguiera su curso, haciendo que sirviera a su plan, no al de los hombres. Esto vale también para los males naturales como los terremotos y las pestes. Ha dado a la naturaleza una especie de libertad, diferente, sin duda, de la libertad moral del hombre. Libertad de evolucionar según sus leyes de desarrollo. No ha creado un mundo programado con antelación de movimientos suyos. Es lo que algunos llaman la casualidad, y la Biblia, llama «sabiduría de Dios».  
Otro fruto positivo de esta crisis sanitaria es la solidaridad. ¿Cuándo, en la memoria humana, los pueblos de todas las naciones se sintieron tan unidos, tan iguales, como en este momento de dolor? El virus no conoce fronteras. Ha derribado todas las barreras y las distinciones: de raza, de religión, de censo, de poder. No debemos volver atrás cuando este momento haya pasado. Como nos ha exhortado  el Santo Padre no hay que desaprovechar la ocasión. Que tanto dolor, tantos muertos, tanto compromiso heroico por parte de los agentes sanitarios, no haya sido en vano.  
Dios dice qué lo primero que debemos hacer ahora es gritar a Dios, y pone en labios de los hombres las palabras que hay que gritarle, son palabras duras, de llanto y casi de acusación. «¡Levántate, Señor, ven en nuestra ayuda! ¡Sálvanos por tu misericordia! […] ¡Despierta, no nos rechaces para siempre!» (Sal 44,24.27). «Señor, ¿no te importa que perezcamos?» (Mc 4,38). Nuestra oración no puede cambiar los planes de Dios, pero hay cosas que nos concede como fruto de su gracia y de nuestra oración. «Pedid y recibiréis, -dijo Jesús-, llamad y se os abrirá» (Mt 7,7).
 
         Cuando, en el desierto, los judíos eran mordidos por serpientes venenosas, Dios ordenó a Moisés que levantara en un estandarte una serpiente de bronce, y quien lo miraba no moría. De este símbolo Jesús dijo a Nicodemo: «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo aquel que cree en él tenga vida eterna» (Jn.3,14-15). Ahora nosotros somos mordidos por una «serpiente» venenosa invisible. Miremos al que fue «levantado» en la cruz. Adorémoslo por nosotros y por todo el género humano. Quien lo mira con fe no muere. Y si muere, será para entrar en la vida eterna. "Después de tres días resucitaré", predijo Jesús (Mt. 9, 31). Nosotros también, después de estos días que esperamos sean cortos, nos levantaremos y saldremos de nuestros hogares, para volver a una vida nueva, como Jesús. Una vida más fraterna, más humana. ¡Más cristiana!»
 

José Giménez Soria