"Dios participa en nuestro
dolor
para vencerlo, es aliado nuestro, no del virus”
para vencerlo, es aliado nuestro, no del virus”
Tarde del 10 de abril
de 2020, Viernes Santo; se recuerda la crucifixión y la muerte de Cristo. El papa
Francisco preside la celebración de la Pasión en la Basílica de San Pedro,
vacía, sin fieles a causa del coronavirus. La homilía corre a cargo de Raniero
Cantalamessa, Predicador de la Casa Pontificia de la que son estos párrafos:
Hemos escuchado el
relato del mal más grande jamás cometido en la tierra, y lo vemos desde dos perspectivas:
o por sus causas o por sus efectos. Si por las causas de la muerte de
Cristo, estaremos tentados a decir como Pilato: «Soy inocente de la
sangre de este hombre» (Mt 27,24). La cruz se comprende mejor por sus efectos. ¿Cuáles
han sido los efectos de la muerte de Cristo?. “¡Justificados por la fe en Él,
reconciliados y en paz con Dios, llenos de la esperanza de una vida
eterna!” (Rom.5, 1-5)
Pero hay un efecto
particular. La cruz de Cristo ha cambiado el sentido del dolor y del
sufrimiento físico y moral humano. Ya no es un castigo, una maldición. Ha
sido redimida en raíz desde que el Hijo de Dios la ha tomado sobre sí. La
prueba de que la bebida no está envenenada, es si el que la ofrece bebe de la
misma copa. Así lo ha hecho Dios: en la cruz ha bebido, ante del mundo, el
cáliz del dolor hasta las heces.
Y no sólo de quien
tiene fe, sino de todo el dolor humano. Él murió por todos. «Cuando yo sea
levantado sobre la tierra —dijo—, atraeré a todos a mí» (Jn 12,32). ¡Todos, no
sólo algunos! Gracias a la cruz de Cristo, el sufrimiento se ha convertido en
una especie de «sacramento universal de salvación» para el género humano.
¿Qué luz que arroja
esto sobre el drama que está viviendo la humanidad? Miremos los efectos. No
sólo los negativos, también los positivos que una atenta observación nos
ayuda a captar. La pandemia del coronavirus nos ha despertado del peligro mayor
de los individuos y la humanidad: el del delirio de omnipotencia. Ha bastado un
pequeño virus para recordarnos que somos mortales, que la potencia militar y la
tecnología no bastan para salvarnos. «El hombre en la prosperidad no comprende
—dice el salmo—, es como los animales que perecen» (Sal 48,21). ¡Qué
verdad es!
No nos engañemos.
¡Dios es aliado nuestro, no del virus! «Tengo proyectos de paz, no de
aflicción», nos dice él mismo (Jer 29,11). Si este flagelo fuese castigo de
Dios, no se explicaría por qué se abate igual sobre buenos y malos, y por qué
los pobres son los que más sufren sus consecuencias. ¿Son ellos más pecadores
que otros?
¡No! El que lloró un
día por la muerte de Lázaro llora hoy por el flagelo que ha caído sobre la
humanidad. Sí, Dios "sufre", como cada padre y cada madre. Algún día
nos avergonzaremos de todas las acusaciones que hicimos contra él en la vida.
Dios participa en nuestro dolor para vencerlo.
¿Acaso
Dios Padre ha querido la muerte de su Hijo, para sacar un bien de ella?
No, solo ha permitido que la libertad humana siguiera su curso, haciendo que
sirviera a su plan, no al de los hombres. Esto vale también para los
males naturales como los terremotos y las pestes. Ha dado a la naturaleza
una especie de libertad, diferente, sin duda, de la libertad moral del hombre. Libertad
de evolucionar según sus leyes de desarrollo. No ha creado un mundo programado
con antelación de movimientos suyos. Es lo que algunos llaman la casualidad, y
la Biblia, llama «sabiduría de Dios».
Otro fruto positivo
de esta crisis sanitaria es la solidaridad. ¿Cuándo, en la memoria
humana, los pueblos de todas las naciones se sintieron tan unidos, tan
iguales, como en este momento de dolor? El virus no conoce
fronteras. Ha derribado todas las barreras y las distinciones:
de raza, de religión, de censo, de poder. No debemos volver atrás cuando este
momento haya pasado. Como nos ha exhortado el Santo Padre no hay que
desaprovechar la ocasión. Que tanto dolor, tantos muertos, tanto compromiso
heroico por parte de los agentes sanitarios, no haya sido en vano.
Dios dice qué lo
primero que debemos hacer ahora es gritar a Dios, y pone en labios de los
hombres las palabras que hay que gritarle, son palabras duras, de
llanto y casi de acusación. «¡Levántate, Señor, ven en nuestra ayuda!
¡Sálvanos por tu misericordia! […] ¡Despierta, no nos rechaces para siempre!»
(Sal 44,24.27). «Señor, ¿no te importa que perezcamos?» (Mc 4,38). Nuestra
oración no puede cambiar los planes de Dios, pero hay cosas que nos concede
como fruto de su gracia y de nuestra oración. «Pedid y recibiréis, -dijo Jesús-,
llamad y se os abrirá» (Mt 7,7).
José Giménez Soria
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