Como es habitual la homilía de la Pasión del Señor de la tarde del Viernes Santo de 2021 estuvo a cargo del cardenal Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia. Presidió el Culto litúrgico el papa Francisco.
“PRIMER NACIDO ENTRE MUCHOS HERMANOS” (Rom 8, 29)
Ante la tumba de san Francisco en Asís el Santo Padre Francisco firmó su encíclica sobre la fraternidad, un valor universal que ha puesto de relieve las heridas que hay en el mundo para llegar a una fraternidad humana verdadera y justa. La encíclica va dirigida a toda la humanidad; a lo privado, a lo público, a lo religioso y a lo social, aunque el fundamento de la fraternidad sea el Evangelio.
Para nosotros, ese manantial de dignidad humana y de fraternidad está en el Evangelio de Jesucristo. De él surge “para el pensamiento cristiano y para la acción de la Iglesia el primado que se da a la relación, al encuentro con el misterio sagrado del otro, a la comunión universal con la humanidad entera como vocación de todos” (FO 277).
El misterio de la cruz que estamos celebrando nos obliga a centrarnos precisamente en este fundamento cristológico de la fraternidad.
“Hermano” es la persona nacida del mismo padre y de la madre. También se denomina “hermanos” a los del mismo pueblo y nación. En este horizonte se llama hermano a toda persona humana, la que la Biblia llama el “prójimo”. Cuando Jesús dice, “Todo lo que habéis hecho a uno de estos hermanos menores míos, me lo habéis hecho a mí” (Mt 25,40), significa toda persona humana necesitada de ayuda.
En el Nuevo Testamento la palabra
“hermano” indica una categoría particular de personas, son los discípulos de
Jesús, los que acogen sus enseñanzas. “¿Quién es mi madre y quiénes son mis
hermanos? Quien hace la voluntad de mi Padre, es para mí hermano, hermana y
madre” (Mt 12,48-50).
Esta nueva fraternidad no
reemplaza a otras basadas en la familia, la nación o la raza, sino que los
corona porque los seres humanos son hermanos por ser criaturas del mismo Dios y
Padre. La fe añade que somos hermanos no sólo a título de creación, sino
también de redención; no porque tenemos el mismo Padre, sino porque tenemos al
mismo hermano, Cristo, “primogénito entre muchos hermanos”.
A la luz de todo esto hacemos algunas reflexiones actuales. La fraternidad se construye como se construye la paz, empezando por nosotros, no con grandes esquemas ni metas ambiciosas. Esto significa que la fraternidad universal comienza para nosotros con la fraternidad en la Iglesia católica.
¡La fraternidad católica está herida! La túnica de Cristo ha sido desgarrada por las divisiones entre las Iglesias; y lo que es peor, cada trozo de la túnica está dividido en otros trozos. Hablo del elemento humano de la misma, porque la verdadera túnica de Cristo, su cuerpo místico animado por el Espíritu Santo, nadie la podrá herir. A los ojos de Dios, la Iglesia es “una, santa, católica y apostólica”, y así será hasta el fin del mundo. Esto no excusa nuestras divisiones, sino que las hace más culpables y debe impulsarnos con más fuerza para que las sanemos.
¿Cuál es la causa más común de las divisiones entre los católicos? No es el dogma, ni los sacramentos ni los ministerios. Es la opción política cuando toma ventaja sobre la religiosa y eclesial y defiende una ideología. En muchas partes del mundo es el factor de división, incluso si es silenciosamente negada. Esto es un pecado, y significa que “el reino de este mundo” se ha vuelto más importante, en el propio corazón, que el Reino de Dios. Sobre este asunto todos estamos llamados a hacer un examen serio de nuestras conciencias y a convertirnos. Esta es la obra de aquel cuyo nombre es “diábolos”, es decir, el divisor, el enemigo que siembra cizaña, como Jesús dice en su parábola (Mt 13,25).
Debemos aprender del ejemplo de Jesús. En su tiempo había cuatro partidos: fariseos, saduceos, herodianos y zelotas. Jesús no se alineó con ninguno y se resistió a ser arrastrado a un lado o al otro. La comunidad cristiana lo siguió fielmente en esta elección. Esto es un ejemplo para los pastores: deben ser pastores de todo el rebaño, no de una parte de él. Han de ser los primeros en hacer un examen serio de conciencia y preguntarse a dónde están llevando a su rebaño: si a su lado, o al lado de Jesús.
El Concilio Vaticano II confía en particular a los laicos la tarea de poner en práctica, en las diversas situaciones históricas, las enseñanzas sociales, económicas y políticas del Evangelio. Estas pueden traducirse en opciones diferentes, cuando sean respetuosas con los demás y pacíficas.
Si hay un carisma especial o un don que la Iglesia católica está llamada a cultivar para todas las Iglesias cristianas, es la unidad. El reciente viaje del Santo Padre a Irak nos ha hecho sentir lo que significa para quienes están oprimidos o han sobrevivido a guerras y persecuciones: sentirse parte de un cuerpo universal que haga que el resto del mundo escuche su grito y reviva la esperanza.
A Aquel que murió en la cruz “para reunir a los hijos de Dios dispersos” (Jn 11,52) elevamos, en este día, “con corazón contrito y espíritu humillado”, la oración que la Iglesia le dirige en cada misa antes de la Comunión:
Señor Jesucristo, que dijiste a
tus apóstoles: “La paz os dejo, mi paz os doy”. No mires nuestros pecados, sino
la fe de tu Iglesia, y conforme a tu palabra concédele la paz y la unidad, tú
que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.