Raro es el día en que no leemos la noticia de la muerte inesperada de algún personaje público. Uno de los domingos pasados falleció la hija del diseñador Roberto Verino cuando estaba previsto que heredase la compañía. Ante este tipo de noticias solemos musitar siempre lo mismo: la vida es un suspiro, estamos de prestado, aquí no queda nadie…
Si nos paramos a pensar, nuestra provisionalidad resulta estremecedora. Para poder seguir adelante necesitamos simular en el día a día que el telón final no existe, o al menos que nos queda lejos. Pero nadie conoce su hora y cuando la parca llama cobran toda su vigencia las graves y acertadas palabras de Qohélet escritas en el libro del Eclesiastés: «Reflexioné sobre todo lo que ha conseguido el hombre en la tierra y concluí que todo lo que ha logrado es vanidad y caza del viento». (2,11)
El ser humano sin Dios no es nada, viene a concluir Qohélet en su libro. Es evidente que 25 siglos después siguen teniendo razón sus palabras. Cuando llega la hora, o hay Dios o hay el gran apagón (el aterrador vacío, la drástica igualación que vuelve irrelevante toda nuestra andadura y bienes). Esa es la disyuntiva. No hay más. De ahí la dramática futilidad de las seudo religiones «progresistas», verdes, identitarias... de los afanes crematísticos... de los sueños de una gloria póstuma que pueda viajar al otro lado del telón. Al final la fe, querámoslo o no, aparece como el único consuelo y esperanza posible. Lo demás son placebos.
Todo esto lo cuenta infinitamente mejor en un librito minúsculo el gran novelista francés Jean D'Ormesson, que murió en 2017 con 92 años. Se llama «Una historia sobre la nada... y la esperanza» y me atrevo a recomendarlo.
Luis Ventoso.
Periodista de El Debate.
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