En junio pasado el papa Francisco publicó la carta apostólica Desiderio Desideravi con ánimo de reflexionar sobre la belleza y la verdad de la celebración cristiana. Su título procede de estas palabras de Jesús en la última Cena: “Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer” (Lc.22,15),
Todos fueron invitados a la Cena del Señor atraídos por el deseo ardiente que tiene de comer esa Pascua donde Él es el Cordero. Esta novedad hace que esa Cena sea única, la que era y será siendo su proyecto original, y no se saciará hasta que todo hombre, de toda tribu, lengua, pueblo y nación haya comido su Cuerpo y bebido su Sangre. Ni siquiera cuando vamos a Misa somos conscientes que el motivo principal es porque nos atrae el deseo que Él tiene de nosotros. Dejémonos atraer por Él.
La Liturgia es el lugar de encuentro con Cristo. Participar en el sacrificio eucarístico no es una conquista para presumir ante Dios y ante nuestros hermanos. El inicio de la celebración me invita a confesar mi pecado rogando a la siempre Virgen María, a los ángeles, a los santos y a todos los hermanos, que intercedan ante el Señor porque necesitamos su palabra para salvarnos. La belleza de la Liturgia está en cuidar los tiempos, gestos, palabras, vestiduras, cantos, música, ... Pero esto no es suficiente para nuestra plena participación, lo es el hecho novedoso de que en la última Cena llega al extremo de querer ser comido por nosotros.
El propósito de la Liturgia es la alabanza, la acción de gracias por la Pascua del Hijo, cuya fuerza salvadora llega a nuestra vida. Se trata de llegar hasta Cristo, que es la finalidad para la cual se ha dado el Espíritu, cuya acción es siempre confeccionar el Cuerpo de Cristo. Es así con el pan eucarístico, es así para todo bautizado llamado a ser lo que recibió como don en el bautismo: ser miembro del Cuerpo de Cristo
La Liturgia da gloria a Dios porque nos permite, aquí en la tierra, ver a Dios en la celebración de los misterios y a revivir por su Pascua: los que estábamos muertos por los pecados, hemos revivido por la gracia con Cristo. La gloria de Dios es el hombre vivo y la vida del hombre consiste en la visión de Dios.
Una cuestión sobre cómo nos forma la Liturgia es la actitud para comprender los símbolos litúrgicos. Muchos aprendimos de nuestros padres o abuelos el poder de los gestos litúrgicos, como la señal de la cruz, el arrodillarse o las fórmulas de nuestra fe. Por ejemplo, el gesto de una mano que toma la mano de un niño mientras traza, por primera vez, la señal de nuestra salvación: «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo... Amén». Al soltar la mano el niño repite ese gesto como si fuera un hábito que crecerá con él y que sólo el Espíritu conoce. No es necesario hablar mucho, ni haber entendido lo de ese gesto: es necesario ser pequeño. El resto es obra del Espíritu. Así nos iniciamos en el lenguaje simbólico; que no nos roben esta riqueza.
El arte de la celebración no se puede improvisar. Toda herramienta puede ser útil y estar sujeta a la naturaleza de la Liturgia y a la acción del Espíritu. Guardini escribe: «Hay que despertar el sentido de la grandeza de la oración y la voluntad de implicar también nuestra existencia en ella. El camino es la disciplina, un trabajo serio con obediencia a la Iglesia y nuestro comportamiento religioso» Esto no solo concierne al ministro que preside, también a los bautizados. Caminar en procesión, sentarse, estar de pie, arrodillarse, aclamar, escuchar, son las formas que la asamblea participa en la celebración. Realizar juntos el mismo gesto transmite la fuerza de toda la asamblea.
Ahora bien, entre los gestos rituales de la asamblea, el silencio ocupa un lugar importante. Toda la celebración eucarística está inmersa en el silencio de su inicio y marca cada momento de su desarrollo. Está presente en el acto penitencial; en la invitación a la oración; en la Liturgia de la Palabra; en la plegaria eucarística y después de la comunión. Este silencio es más que un aislamiento: es el símbolo de la presencia y la acción del Espíritu Santo que anima la acción y es la culminación de una secuencia ritual. Al ser símbolo del Espíritu el silencio mueve al arrepentimiento y al deseo de conversión; suscita la escucha de la Palabra y la oración; dispone a la adoración del Cuerpo y la Sangre de Cristo, y en la intimidad de la comunión, sugiere lo que el Espíritu quiere obrar en nuestra vida para conformarnos con el Pan partido.
Texto condensado de la carta
apostólica
Desiderio Desideravi del
papa Francisco. Primera parte.
(Continuará)
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