Sin preaviso todo nos ha cambiado. ¡La vida! Aunque
hemos pretendido manejarla a nuestro antojo, nos ha bastado una infección para
entender que la vida es un don gratuito. Pero, además, hemos de reconocer el
milagro de esa vida integral, que es armonía con las cosas, con los demás y con
la divinidad. Y es que Dios es la fuente de la vida, por ello, nuestra fe nos
impulsa a pedir ese regalo, a vivir con gratitud ese don, a difundir con
alegría la experiencia de vivir esa armonía.
Sin embargo, al llevar una vida apagada y rutinaria,
vacilante y quebradiza, olvidamos el origen de nuestra vida y el destino que
nos espera. Nuestros pensamientos y deseos se han visto enzarzados en proyectos
que en muchos casos no han dado testimonio de la vida verdadera.
Todos los compromisos que hemos visto cancelados nos
enseñan que no somos tan imprescindibles como creíamos. Este virus nos ha
enseñado la fragilidad de la vida, que no somos indispensables, que todo lo que
tenemos puede evadirse en cualquier momento y ante ello nos hemos visto
necesitados de unirnos como personas, cuidarnos como humanidad, como comunidad,
realizando ejercicios de cercanía y ternura. El virus nos ha recordado que no
podemos vivir a solas, que nadie es una isla.
Quizás también esta crisis nos haga redescubrir lo
que significa participar presencialmente en la liturgia comunitaria, recibir el
sacramento de la reconciliación con Dios y celebrar activamente la eucaristía.
Esta crisis es ciertamente una prueba que reforzará nuestros pasos por el
camino de la fe.
Aun cubriéndonos con la mascarilla, hemos dejado ver
nuestro verdadero rostro. Hemos visto que nuestra pretendida autosuficiencia se
desmorona ante el temor a la enfermedad y a la muerte. De hecho, hemos pensado que
estábamos autorizados a vivir “como si Dios no existiera”, porque finalmente
habíamos logrado desterrarlo y sustituirlo. Y el virus nos ha desvelado nuestra
necedad. Así, antes de la pandemia hemos concedido un valor excesivo a una vida
camuflada en el tener y el poder, que tanto nos ha ocupado y preocupado. Y
ahora la amenaza del virus ha levantado en nuestra conciencia una llamada de
atención.
A tantos creyentes, el miedo al virus y sus
dramáticas consecuencias nos ha recordado que no hay salvación sin un Salvador;
porque, aunque los tiempos sean difíciles y ahora nos amenace esta pandemia,
nuestra alma sigue esperando en el Señor y en su Palabra, porque solo de Él
viene la salvación, y ese es nuestro hermoso canto a la esperanza. Y es que de
pronto nos damos cuenta de algo que habíamos olvidado y que esta cuaresma tan
singular, que nos mantiene confinados, nos revela: pasar del reconocimiento de
nuestra finitud a la esperanza.
Jesús García Aiz
Diacono permanente
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