“Prefiero la misericordia al sacrificio”.
Desde el punto de
vista religioso, una promesa es el ofrecimiento que se hace a Dios, a la Virgen
o a los santos de alguna cosa que entraña un sacrificio o una obra piadosa, para
obtener una gracia. Lo normal es ofrecerla por la salud, o por algún éxito
personal. Es como un voto hecho por devoción, aunque Dios prefiere que la
petición se haga esperando confiadamente en su misericordia.
Las personas que se
comprometen a una promesa contraída como obligación, se sienten liberadas
cuando la cumplen y manifiestan su agradecimiento a Dios o a la Virgen por la
gracia concedida. Es el caso de la madre sufriente por la enfermedad grave del
hijo que promete a la Virgen subir andando a su ermita si le ayuda a salvar al
muchacho del peligro. Una penitencia autoimpuesta para obtener un beneficio
puramente humano, completada con una oración a los pies de la Virgen.
Pasó el tiempo y la
madre encontró la ocasión de cumplir su promesa peregrinando a la ermita de la
Virgen de su devoción la noche anterior a su festividad. Era un rito ancestral con siglos de historia: había que subir
dieciocho kilómetros por senderos abruptos cuyo tramo final es una rampa
empinada en la ladera del monte en cuya cima se asienta la ermita de la Virgen que
ampara a los Desamparados.
La peregrinación
comenzó en la medianoche de la víspera. Ella se adhirió a un grupo de confianza.
El itinerario, el recomendado, serpenteaba por una rambla de cauce erosionado
por las aguas bravías de las torrenteras, salpicado de piedras y arena que
dificultaba el firme apoyo del pie ocasionando un esfuerzo desmedido.
Una vez acomodado el
ritmo, los peregrinos agotaban las horas confortados por una franca camaradería que hacía más llevadera la pertinaz
subida. Sonidos y silencios se alternaban en la oscuridad del cielo donde la
luna se hizo dueña de la noche. Entre ellos intercambiaron un reguero de
secretas confidencias que solo Dios sabe.
Al cabo de cuatro
horas se tomaron un descanso reconstituyente que renovó todas las energías corporales y espirituales. Soplaba
una ligera brisa que dio alas a la moral de la marcha. Cumplir la promesa
quedaba a tiro de las próximas horas y el sacrificio merecía la pena. “Dios
aprieta pero no ahoga”.
Llegó la cuesta
final y se hizo patente la virtud de la constancia. Fortaleza de cuerpo y alma se
aunaron hasta alcanzar la puerta de la ermita, pórtico de creyentes que confían
en los dones gratuitos que otorga Dios por su eterna bondad y misericordia. La
madre había cumplido su promesa y su rostro mostraba feliz y satisfecha por el
compromiso contraído y completado, mientras agradecía el favor recibido con una
oración a la Madre de los Desamparados. “La
Virgen es pequeñita, preciosa, celeste joya,
en actitud de elevarse, amor arriba, a la gloria” (J. Berbel, 1973)
El sacrificio no
está reñido con la doctrina de Jesucristo, pero a Dios se le encuentra antes con
«Amor
y conocimiento de Dios, no con holocaustos» (Os. 6,6) Cristo dejó dicho «Misericordia quiero
y no sacrificio» (Mt, 9,13) es decir, no se aspira a la santidad solo con las
apariencias y ritos externos sin atender la caridad para con el prójimo que es
lo más agradable a Dios. Para seguirle a tope, Cristo lanzó esta sentencia: «El que quiera venir
en pos de mi, tome su cruz y sígame» (Lc. 9,23), esto es, sé mi discípulo con
todas sus consecuencias, por convicción, renunciando a la ambición y al
prestigio mundano.
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