En su largo peregrinar, San Pablo, bordeando la costa noroeste del mar Egeo, llegó a Atenas, cuna de eminentes pensadores que durante siglos fueron exponentes de diversas escuelas del saber, de la moral y de la política, y muy hábiles en la dialéctica.
Al igual que en otras partes de la Grecia antigua, en Atenas eran frecuentes las discusiones sobre las creencias, las deidades y el origen del mundo, y las disputas culturales y religiosas. Al llegar San Pablo se encontró con un ambiente cultural inmenso que ejercía una atracción irresistible para cuantos aspiraban a adquirir ciencia y cultura, especialmente los jóvenes. Sin embargo le irritó ver una ciudad llena de ídolos. Los atenienses, gente muy religiosa, tenían multitud de divinidades a las que idolatraban, fruto de su idea de que tras cada circunstancia adversa había la acción de un dios. Y por si acaso uno de esos dioses no era el propicio para alguna incidencia imprevista, tenían un altar al “dios desconocido” y así cubrían sus espaldas.
Al principio San Pablo discutía con los judíos en la sinagoga, y en la plaza pública se encontraba con filósofos epicúreos, defensores de la buena vida, y estoicos, más dados a la virtud. Unos se burlaban llamándole charlatán, y otros criticaban que parecía un predicador que hablaba de dioses extranjeros. No por ello menguó su celo apostólico por predicar el Evangelio y por eso aceptó la invitación de ir al Areópago a predicar la nueva doctrina.
El Areópago era el tribunal superior donde se juzgaban cuestiones religiosas y morales, y también un lugar de reunión donde los atenienses y extranjeros acudían a oír o a decir la última novedad. San Pablo se encontró con un exigente auditorio ávido por conocer lo que diría aquel forastero. Por haber nacido y vivido en Tarso, centro de cultura y saber griegos, había estudiado disciplinas helénicas y eso le valió para hacer frente a aquella asamblea de elevada cultura adaptando su lenguaje al publico de tenía delante.
Hombre culto, sabedor de su capacidad de atracción para los demás, se plantó en medio del Areópago y con inspirada elocuencia empezó diciendo, “Atenienses, veo que sois muy religiosos. Paseando por vuestros monumentos sagrados he visto un altar dedicado al Dios desconocido. Pues eso que veneráis sin conocer, os vengo yo a anunciar”. Este arranque inesperado confundió a los oyentes y San Pablo aprovechó para arremeter contra la idolatría: “El Dios que ha hecho el mundo y todo lo que hay en él, no vive en templos construidos por el hombre, ni es servido por manos humanas, pues Él, de un solo hombre ha creado todo el linaje humano para que habitase en toda la tierra y buscase a Dios”. Para aumentar el efecto de sus palabras remachó con una cita de un poeta griego que dijo “nosotros somos estirpe suya”, y añadió “por tanto no debemos pensar que la divinidad se parezca a imágenes de oro o plata o piedra hechas por el arte del hombre”. Por si no les había quedado claro les invitó a arrepentirse de la idolatría, “Dios hace saber ahora a todos los hombres que se conviertan, porque tiene señalado un día en que juzgará al universo con justicia”.
Para rematar su discurso echó mano del núcleo principal de la fe cristiana: La Resurrección de Cristo y la esperanza de la resurrección de los muertos. Si él mismo había sido derribado del caballo por Cristo resucitado, ¿cómo no dar testimonio de tal acontecimiento? “Dios-dijo- impartirá la justicia por medio de un hombre a quien ha designado y acreditado ante todos resucitándolo de entre los muertos”. Pero los griegos que creían en la inmortalidad del alma no eran capaces de aceptar la resurrección de los muertos, y por eso muchos de los oyentes lo tomaron a broma y le decían, “De esto te oiremos hablar en otra ocasión”. Algunos como Dionisio el areopagita creyeron. Fue un pensador convertido que no necesitó renegar de su cultura y de su ciencia para ser cristiano.
La proclamación de la fe en la Resurrección de Cristo no fue en vano. Ha servido de estímulo para todos los llamados a anunciar el Evangelio en todos los tiempos y lugares. Hoy como entonces los propagadores de la Noticia de Dios también son objeto de burlas porque dan a conocer al Dios de San Pablo, y no al Dios sin nombre de los griegos. Para ello es preciso adaptarse al lenguaje y a las circunstancias de la época actual como se plantó San Pablo frente a aquel auditorio de hombres cultos y eruditos.
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