viernes, 4 de octubre de 2024

MIGUELA

           Conocí a Miguela un viernes por la noche en el centro de la ciudad. Estaba en la puerta de una iglesia y por espacio de unas dos horas su misión consistía en salir al encuentro de todos los que pasaban por allí para invitarlos a entrar a encontrarse con el Señor.

En el todos incluyo a chavales jóvenes de la edad de Miguela, algunos la miraban con burla o desprecio. A ella le daba igual, porque tenía algo demasiado grande que ofrecer a los viandantes como para, por miedo, pasar un mal momento.

Miguela hace de lo que muchos hablan, pero pocos practican: ir a las periferias. No para quedarse vagando por allí sino para que el alejado se acerque, que de eso va la evangelización. La gente que Miguela conseguía conquistar con su sonrisa -sonrisa de Dios- encendía una vela y andaba por el pasillo central de la iglesia hasta el altar, donde estaba expuesto el Santísimo. Algunos se arrodillaban, otros dejaban la vela y se quedaban un rato de pie, otros rompían a llorar. Miguela iba con ellos, a veces con la mano encima del hombro, o caminaba detrás por si necesitaban algo y siempre los acompañaba hasta la puerta con su eterna sonrisa.

El pasillo del templo se convirtió en un desfile de personajes que no habían pisado una iglesia en su vida, pero el Señor había salido a su encuentro valiéndose de Miguela y habían aceptado la invitación.

Lo preocupante es que Miguela sea una anomalía o desaparezca. Ella es el rostro de Cristo que sale a nuestro encuentro sabiendo que puede llevarse un bufido. Miguela en dos horas hace lo que nosotros estamos llamados a hacer toda nuestra vida: encontrarnos con el Señor y buscar a otros para que se encuentren con Él.

Nosotros nos resistimos a ser como Miguela, por vanidad, por respeto humano o porque simplemente no dejamos que Dios actúe en nosotros. Por eso en el mundo empieza a haber escasez de Miguelas. Todos en algún momento, necesitamos una Miguela en nuestra vida.

Jaume Vives. Periodista