Sencillo,
matemático, teólogo y misionero.
El 18 de mayo, V Domingo de Pascua, tuvo lugar en la Basílica de San Pedro la Santa Misa de inicio del Pontificado del papa León XIV y en su homilía citó una frase de san Agustín: «Nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti»
Hermanos y hermanas, les saludo con el corazón lleno de gratitud al inicio del ministerio que me ha sido confiado. Fui elegido sin tener ningún mérito y, con temor y trepidación, vengo a ustedes como un hermano que quiere hacerse siervo de su fe y de su alegría, caminando por el camino del amor de Dios, que nos quiere unidos en una única familia. Amor y unidad, son las dos dimensiones de la misión que Jesús confió a Pedro.
En la
orilla del lago Tiberiades, Jesús había llamado a Pedro y a los primeros
discípulos a ser “pescadores de hombres”; y después de la resurrección les
corresponde a ellos llevar adelante esta misión: lanzar la red para sumergir la
esperanza del Evangelio en las aguas del mundo; navegar en el mar de la vida
para que todos puedan reunirse en el abrazo de Dios.
¿Cómo
puede Pedro llevar a cabo esta tarea? El Evangelio dice que es posible porque
ha experimentado en su propia vida el amor infinito e incondicional de Dios. Cuando
Jesús se dirige a Pedro, se refiere al amor que Dios tiene por nosotros, a su entrega
sin reservas, y cuando pregunta a Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?»,
indica el amor del Padre. Es como si Jesús le dijera, si has experimentado el
amor de Dios, podrás apacentar a mis corderos; sólo en el amor de Dios Padre
podrás amar a tus hermanos y hasta ofrecer la vida por ellos.
A
Pedro, pues, se le confía la tarea de “amar aún más” y de dar su vida por el
rebaño. El ministerio de Pedro está marcado por este amor oblativo, porque la
autoridad de la Iglesia de Roma es la caridad de Cristo. Él —afirma el
mismo Pedro— «es la piedra que ustedes, los constructores, han rechazado, y ha
llegado a ser la piedra angular». Y si la piedra es Cristo, Pedro debe
apacentar el rebaño sin ceder nunca a la tentación de ser un líder solitario o
un jefe que está por encima de los demás.
Afirma
san Agustín: «Todos los que viven en concordia con los hermanos y aman a sus
prójimos son los que componen la Iglesia» Quisiera que este fuera nuestro
primer gran deseo: una Iglesia unida, signo de unidad y comunión, que
se convierta en fermento para un mundo reconciliado.
En nuestro tiempo vemos demasiada discordia, demasiadas
heridas causadas por el odio, la violencia, los prejuicios, el miedo a lo
diferente. En lo económico es lo que explota los recursos de la tierra y
margina a los más pobres. Dentro de esta masa queremos ser una pequeña levadura
de unidad, de comunión y de fraternidad. Queremos decir al mundo con humildad y
alegría: ¡miren a Cristo! ¡Acojan su Palabra que ilumina y consuela! Escuchen
su propuesta: en el único Cristo nosotros somos uno. Esta es la vía que
hemos de recorrer unidos entre nosotros, incluso con las Iglesias cristianas
hermanas, con quienes transitan otros caminos religiosos, con aquellos que
cultivan la inquietud de la búsqueda de Dios, con todas las mujeres y los
hombres de buena voluntad, para construir un mundo nuevo donde reine la paz.
Este es el espíritu misionero que debe animarnos, sin
encerrarnos en nuestro grupo ni sentirnos superiores al mundo; estamos llamados
a ofrecer el amor de Dios a todos, para que se realice esa unidad que valora la
historia personal de cada uno y la cultura social y religiosa de cada pueblo.
Hermanos, hermanas, ¡esta es la hora del amor! La caridad
de Dios, que nos hace hermanos, es el corazón del Evangelio. Con mi predecesor
León XIII, podemos preguntarnos: si esta caridad prevaleciera en el mundo, «¿no
parece que acabaría por extinguirse bien pronto toda lucha allí donde ella
entrara en vigor en la sociedad civil?» Con la luz y la fuerza del Espíritu
Santo, construyamos una Iglesia fundada en el amor de Dios y signo de unidad,
una Iglesia misionera, que abre los brazos al mundo, que anuncia la Palabra,
que se deja cuestionar por la historia, y que se convierte en fermento de
concordia para la humanidad.
Juntos, como un solo pueblo y como hermanos, caminemos hacia Dios y amémonos los unos a los otros.
De la homilía del papa León XIV
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