miércoles, 17 de septiembre de 2025

EL HIJO PRÓDIGO

No es raro tener cinco hijos y que uno salga pródigo.

Más raro es tener uno y que amargue la existencia de los padres.

Mozo, hijo de Celestina y Doménico, no era el benjamín de una familia numerosa, pero si el más desconsiderado con sus padres. La memoria de este hijo la guardaba su madre como un preciado atributo, aunque ya no podía con el sufrimiento porque las demostraciones del hijo la ponían en evidencia. El padre, desesperado, incapaz de disimular, apenas se resignaba. Vendió las tierras, hipotecó la casa y desperdició todo su patrimonio. Ahora tiene una orden de embargo que va a cumplirse en cuarenta y ocho horas.

El día que Celestina y Doménico abandonan la vivienda en la calleja al sur de la Plaza, sin rumbo ni destino fijo, el pueblo está inquieto y vigilante. No se oye una voz. Es media tarde y todos tienen la impresión de que el matrimonio está recogiendo lo poco que pueden llevarse. Una casa no se abandona, una vivienda contiene mucho más de lo que da de sí la vida. La casa fue de los padres de Doménico y se la dejaron al morir. Es una casa de las de siempre, donde había nacido Mozo.

Mozo fue un niño más caprichoso que tarambana. Hijo de una familia de posibles contados y de buena salud, en el pueblo tuvo poco donde elegir, pero obtenía lo que nunca conseguían los otros: “Hace lo que le da la gana y lo que no le da la gana; lo que le apetece y lo que no le apetece”, siempre actuando con una insistencia que martiriza a los que quiere.

 

Celestina y Doménico eran unos padres débiles y desde que Mozo nació, perdieron todas las batallas que el niño ganaba sin piedad. Ya de mozalbete orientaba sus caprichos a hacer solo lo que le dictaba su voluntad y se decía que era un loco que convertía sus ocurrencias en desatinos, dando infinitos disgustos a sus padres. La ley de su voluntad imperaba por todo el pueblo, como la de un reyezuelo ruin e ingrato, que sustituyó los afectos por el desprecio.

En la adolescencia de Mozo, Celestina y Doménico tuvieron que pedir perdón, presentar disculpas, sufragar daños, incrementar gastos y pedir ayuda para que, con la compresión de todos, el hijo entrase en razón. Pero al tarambana, dueño de su santa voluntad, nunca se le vio ayudando a su padre, mientras que en su casa la amargura agotaba a su madre.

Un día se supo que, al fin, se marchaba con destino ignoto. El llanto de Celestina y el disgusto de Doménico no ocultaron la pesadumbre. Nadie sabía a donde iría. “Algún empleo le ha buscado un primo lejano”, dijo uno. “Lo que haya arramblado, le dura cuatro días”, opinó otro. “A lo mejor marcha a misiones”, terció una buena mujer. Se marchó llevándose gran parte del dinero de los padres.

Doménico tenía que hacer unos pagos en un pueblo no muy lejano y le hizo el encargo al hijo tarambana, dándole parte de los ahorros que tenía en la Caja para que pagara. Padre iluso, pensaba todo el pueblo. Con su falta de autoridad ¿cómo se le pudo ocurrir hacer ese encargo a su hijo?

El hijo prodigo de la parábola evangélica volvió a casa de su padre después de una vida disoluta, sin dinero y alimentado de las bellotas de la piara que cuidaba para sobrevivir. Lo quería su padre y le aborrecía su hermano. Regresó avergonzado y arrepentido. Este hijo prodigo es un caso ejemplar de arrepentimiento, que motivó la alegría del padre. El pecador volvió al seno del Padre.

Mozo volvía gallito y con ínfulas. Unas veces al cabo de dos semanas, otras a los tres meses, o al año y medio. Iba y volvía en plan presuntuoso y lo mismo había lágrimas, que falsa reconciliación con malas palabras y voces. Todos sabían a qué volvía. A Doménico ya no le quedaban ahorros en la Caja. Las exigencias del hijo pródigo lo llevaron al embargo y a la ruina.

Una vez Mozo regresó enfermo, con una fiebre que lo tuvo recluido unos meses. Cuando lo superó, pudo ir y volver varias veces. Una de ellas le acompañó una mujer que le doblaba la edad y exigió a sus padres que la recibieran como si fuese su esposa. Un viajante la reconoció al verla en las afueras del pueblo; era conocida como “la madama del Hondo”.

A media tarde Celestina y Doménico cerraron la puerta de la casa que ya no era suya. Si iban con lo puesto y resultó penoso verlos marchar como dos huidos. La desgracia, amarga y avergonzada, les había hecho perderlo todo. Nadie en el pueblo salió a verlos, pero justo es decir que muchos le ofrecieron ayuda, aunque nadie se contenía de decir lo que pensaba de Mozo.

Todavía Celestina orgullosa afirmaba: “Si el hijo vuelve, allí donde estemos, la puerta la tendrá abierta”. Doménico asentía desolado.

José Giménez Soria

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