miércoles, 26 de marzo de 2025

CUARESMA 2025

Caminemos juntos en la esperanza

El Papa reflexiona con llamadas a la conversión

Iniciamos la peregrinación de la Cuaresma, en la fe y en la esperanzaLa Iglesia nos invita a celebrar el triunfo pascual de Cristo. Como exclamaba san Pablo: «La muerte ha sido vencida. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está tu aguijón?» (1 Co 15,54-55). Jesucristo, muerto y resucitado es el garante de nuestra esperanza.

Con la gracia del Año Jubilar, reflexiono lo que significa caminar juntos en la esperanza y descubrir que la misericordia de Dios nos dirige a todos.

“Peregrinos de esperanza”, evoca el largo viaje del pueblo de Israel hacia la tierra prometida. El libro del Éxodo narra camino a la libertad, guiado por el Señor. Uno puede preguntarse: ¿cómo me dejo interpelar por esta condición? ¿Estoy en camino o paralizado, estático, con miedo y falta de esperanza; o en mi zona de confort? Es un buen ejercicio cuaresmal mirar la realidad para descubrir lo que Dios nos pide, siendo caminantes hacia la casa del Padre.

Hagamos este viaje juntos. Los cristianos están llamados a hacer camino juntos. El Espíritu Santo nos impulsa para ir hacia Dios y hacia los hermanos, nunca a encerrarnos. Significa ir codo a codo, sin albergar envidia o hipocresía, sin excluir a nadie. Vamos hacia la misma meta, juntos los unos a los otros con amor y paciencia.

En Cuaresma, Dios nos pide que comprobemos si en nuestra vida, en nuestras familias, en el trabajo, somos capaces de caminar con los demás, de escuchar, no ocupándonos solo de nuestras necesidades. Preguntémonos si somos capaces de trabajar juntos al servicio del Reino de Dios; si hacemos que la gente se sienta parte de la comunidad o si la marginamos.

Recorramos este camino en la esperanza de una promesa. La esperanza que no defrauda (cf. Rm 5,5), mensaje central del Jubileo, es el horizonte cuaresmal hacia la victoria pascual. Como nos enseñó el Papa Benedicto XVI «el ser humano necesita un amor incondicionado. Necesita esta certeza: “Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús” (Rm. 8,38-39). Jesús, nuestra esperanza, resucitó y reina. En esto radica la fe y la esperanza de los cristianos, en la resurrección de Cristo.

Esta es la tercera llamada a la conversión: la de la esperanza, la de la confianza en Dios y en su promesa de vida eterna. ¿Tengo la convicción de que Dios perdona mis pecados, o me comporto como si pudiera salvarme solo? ¿Anhelo la salvación e invoco la ayuda de Dios para recibirla? ¿Vivo la esperanza y me comprometo con la justicia, la fraternidad y el cuidado de la casa común, actuando de manera que nadie quede atrás?

Hermanas y hermanos, gracias al amor de Dios estamos protegidos por la esperanza que no defrauda (Rm.5,5). La esperanza es “el ancla del alma”, y con ella la Iglesia suplica para que «todos se salven» (1Tm 2,4) y espera estar un día en la gloria del cielo unida a Cristo. Así se expresaba santa Teresa de Jesús: «Espera, espera, que no sabes cuándo vendrá el día ni la hora. Vela, que todo se pasa con brevedad, aunque tu deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve largo»

Que la Virgen María, Madre de la Esperanza, interceda por nosotros y nos acompañe en el camino cuaresmal.

Roma, San Juan de Letrán, 6 de febrero de 2025, memoria de los santos Pablo Miki y compañeros, mártires. 

                                                         FRANCISCO

martes, 4 de marzo de 2025

TRES ETAPAS EN LA VIDA PÚBLICA DEL SEÑOR

          Jesús, el Mesías de Dios, nació en Belén de Judea en tiempos del emperador Octavio Augusto, siendo Herodes el Grande rey de Israel. Su nacimiento marcó el inicio de la era cristiana. Su doctrina, explicada durante tres años, cambió el curso de la Historia. Vino al mundo para dar a conocer a Yahvé, el Dios Padre, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob con palabras y hechos, fruto de su visión y contacto permanente con Dios Padre cuando, en repetidas ocasiones, oraba a solas retirado en el monte 

La vida pública de Jesús, considerada en tres etapas, la inició con su bautismo en el Jordán, hecho que Lucas sitúa “en el año decimoquinto del reinado del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, Herodes Antipas, tetrarca de Galilea, y Filipo tetrarca de Iturea y Traconítide”, o sea en un contexto histórico concreto. Tenía entonces treinta años.

Su primera etapa empezó cuando fue a la boda en Caná de Galilea. María, su madre, quiso que le acompañara para darlo a conocer y le salió bien porque brindó el mejor vino de toda Galilea. A pesar de un ayuno de cuarenta días con sus noches, superó las tentaciones mundanas y venció las mañas del diablo empeñado en apartarlo de Dios. Ungido por el Espíritu Santo en los albores de su juventud, iba tomando conciencia de su misión mesiánica y de ser Hijo de Dios. Fue una etapa dichosa predicando la venida del Reino, dando de comer a la gente, curando dolencias y haciendo el bien. Era asiduo de la sinagoga de Nazaret, donde todos le conocían, aunque lo miraban con cierto recelo.

En la segunda etapa de su vida pública, Jesús cambió. Se marchó de Nazaret y se estableció en Cafarnaúm donde conoció a Simón y Andrés y a Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, y empezó su predicación a fondo. “Está cerca el Reino de Dios, convertíos y creed la Buena Noticia”, es lo que proclamaba de ciudad en ciudad, de aldea en aldea de forma sencilla y directa o explicada con parábolas para que se entendiese que la salvación del ser humano pasaba por cumplir la voluntad de Dios Padre. Muchas veces tuvo que enfrentarse con los fariseos y los escribas que esperaban un reino que llegaría de inmediato, tangible, sin caer en la cuenta que el Reino de Dios está en el interior de cada uno. A la pregunta de un maestro de la ley, “¿qué tengo que hacer para ganar la vida eterna?”, Él manifestó: “Amarás Dios con todo tu ser y al prójimo como a ti mismo” y ante la duda de quién es el prójimo, Jesús respondió con la parábola del Buen Samaritano para inculcarle cual es el Mandamiento Mayor.

Esta etapa fue pródiga en los grandes milagros: la curación del criado del centurión romano, la resurrección de la hija de Jairo y otros.


La tercera etapa de su vida pública de Jesús se inicia con una pregunta: “¿Quién dice la gente que soy yo?”, y ¡qué piensan de Él sus discípulos! Era un momento importante porque iban camino de Jerusalén, el lugar donde se cumpliría el destino final de Jesús, el de la Cruz. Pedro se atrevió a contestar en nombre de todos: “Tú eres el Cristo, el Mesías”. Pedro hizo una confesión de fe, sin entender que el Mesías sería condenado a muerte, tal como fue anunciado. “Reconocido como hombre, se despojó de sí mismo, se hizo esclavo y se humilló hasta la muerte, y una muerte de cruz” (Flp.2,7)

 

Días después Jesús se transfiguró. Acompañado por Pedro, Santiago y Juan subieron a lo alto del monte, “y mientras oraba el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos se brillaban de blanco”. (Lc.9,29). La transfiguración fue un indicio de la gloria futura, una revelación de la majestad de Cristo Jesús, un anticipo de la parusía. La visión produjo en Pedro tanta felicidad que le hizo exclamar “¡Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí!”.

 

Tiempo después celebró su última cena con sus discípulos y les dejó como legado el “amor fraterno”; marchó a orar a Getsemaní, lo prendieron, lo condenaron y fue crucificado en el Calvario.

 

Fuera de nuestra capacidad, hay una cuarta etapa que tendremos que desvelar: la Resurrección y la Gloria. A diferencia de las otras tres, ésta la compartiremos en tiempo real con Cristo… ¡O no!

José Giménez Soria